Polisse (Maïwenn Le Besco, 2011)

Sólo un breve tiempo después de la aclamada (y a estas alturas icónica) Holy Motors aparece en cartelera esta nueva entrega del cine francés. Cuando pensamos que la reaparición de Carax venía a pactar la germinación de un cine emparentado con la visualidad dispuesta como collage intertextual y que a la postre, esta terminaría siendo la metonimia de la nueva identidad del cine francés, nos vemos nuevamente enfrentados a lo que viene siendo la manifestación de la insistencia de una escuela que comienza con Renoir, se institucionaliza con la incombustible nouvelle vague y se reproduce en múltiples revival contemporáneos, donde una y otra vez la realidad se escenifica como una especie de objeto encontrado que a modo de ready made es puesto en obra, recontextualizado al revestirlo con el lenguaje cinematográfico. Citar a Holy Motors  no es antojadizo, si se piensa que la contemporaneidad del cine francés se ha debatido entre ambos hemisferios: el del goce estético, de la visualidad emancipada de cualquier estructura que le sea ajena a la praxis fílmica y el del realismo adoctrinado por los requerimientos de una cierta objetivación de lo mostrado, o una necesidad de suprimir la presencia autoral y darle al material un tratamiento distanciado, casi documental, como es el caso de este film. De la progenie de Bertrand Tavernier, el padre de este cine comprometido con la búsqueda de visibilizar espacios conflictuados de la sociedad, Le Besco indaga en la cotidianidad de la unidad de protección de menores parisina. Sin los imperativos de la  linealidad narrativa de una historia, el montaje se complejiza y se subordina sólo a requerimientos de intensificación emotiva,  aglutinando planos  que van formando un dossier o crónica de acontecimientos,  una especie de catálogo de certámenes que parece tener como único afán generar un testimonio de la naturaleza de un oficio. Esto mismo va a originar que el comienzo del filme resulte despoblado de intención discursiva y que se anule cualquier diferencia estilística entre el manido tratamiento que la pantalla chica hace de cualquier producto televisivo de matiné. Un trabajo eficiente, pero sin el rigor del lenguaje fílmico, donde  ésta vocación de realidad no parece una exploración, si no sólo la carencia de herramientas dialécticas. La realidad se esquematiza, pierde sustancia porque no hay fisuras, no hay espacios en donde la subjetividad pueda interferir y devolverle al relato su naturaleza ficticia. Sin embargo, y cuando persevera la  concluyente profecía de que el contenido de la cinta ha sido vaciado, ésta comienza a ganar, ya  sea porque que esa acumulación de planos antes mencionada va horadando la superficie que el filme ocupa hasta dotarla de una profundidad que ensancha su caudal, que la nutre de una calidad emotiva superior, despojada de todo efectismo o búsqueda sensacionalista o porque comienzan a funcionar algunos ejercicios desplegados dentro del espacio operativo del mismo. La aparición en cámara de Maiwenn Le Besco encarnando a  la fotógrafa que entra a la unidad de policías a documentar el quehacer administrativo y policial, revela una interesante maniobra que va a hacer a la película y a la labor del autor, consciente de sí misma y de su condición. Quien fotografía dentro del plano fotografiado es la misma directora que se materializa dentro de su obra en el rol que cree, le compete. La de traductora de una realidad que  solo vigila, para luego reproducirla técnicamente, y no a través de una estética. Con esto Le Besco no sólo inserta una suerte de declaración de principios, si no que establece sus márgenes creativos; su fortaleza es llevar a cabo la práctica del cine como mnemotecnia de una eventualidad acontecida en un espacio y tiempo determinados, una especie de memorial de una labor realizada en un escenario anónimo, una reivindicación moral de un lugar ubicado en un punto ciego de una nuestra construcción social. Sin embargo, cuando esto parece estar instalado como una rúbrica y cuando logra que su verosimilitud esté dada no por una “verdad” artística a priori, sino por la férrea coherencia de una especie de “fe” en una forma de hacer cine, la última secuencia parece traicionar todo el entramado posterior. Hacia el final, un grandilocuente montaje en paralelo transgrede toda voluntad realista desplegada en las dos horas anteriores de metraje, para coronar con un final catártico y pedagógico, efectismo en estado puro que para ser conseguido precisa de la ficción que parecía estar siendo desdeñada. Con esto, se instaura una sensación de corte, de partes de un todo que han quedado desalineadas, desabastecidas de todo discurso. Con ésta pérdida, mucho del filme radicará en su anecdotario, en la reflexión, en la crudeza, en el relato, en la revisión de la crónica o en la radicalidad de su final. Ante esta preponderancia muchos dirán que es una película necesaria. Sería más importante aún, preguntarse si en alguna medida, películas como éstas resultan o no necesarias para el cine.