Ni un paso en falso y La lavandería: Sigue el dinero

Lo interesante es que, a final de cuentas, estos dos mundos presentados por Soderbergh, el noir y la total desregulación del capital, uno mirando a la tradición del cine, el otro a la realidad contemporánea, son continentes sellados a la vez que absorbentes, autocontenidos por sus formas, pero cuyos límites tienden a difuminarse con los del espectador integrado a la ficción que le apela en tono de amable desmitologización. Por citar a un autor de moda, son dos ejemplos de “realismo capitalista” que partiendo de puntos divergentes se llegan a cruzar y luego deshacen uno los pasos del otro.

Un hombre camina por la calle de un barrio cualquiera, cruza el cuadro de la imagen de un extremo a otro, la imagen no es anodina, un elemento tensa las tomas desplegadas horizontalmente con una tensión mayor justo en los extremos. Las primeras imágenes Ni un paso en falso, último film de Steven Soderbergh, utilizan una distorsión en los bordes, algo que los compacta y a la vez borronea como si la imagen fuera más ancha y tuviera que haberse hecho calzar al interior de la pantalla. Mi pensamiento primero pasó por recordar viejas películas vistas en televisión, que achataban los amplios dispositivos del cine para que cupieran en el cuadrado catódico, y el corolario “Soderbergh está haciendo un guiño pandémico”. Después se me hizo algo insoportable, quería que desapareciera ese, a mi juicio, defecto visual hecho apropósito quizás con qué pulsión (Soderbergh suele ser director de foto de sus películas más encima). Finalmente dejé de prestarle atención, el recurso cesó de asfixiar la imagen y la película entró en materia: cine noir.

La mirada torcida del noir se pone en ejercicio por la película como una sensación omnipresente, un deja vu, en que cada pieza (actores, ambientación, foto, narrativa) remite a tópicos para que se dispongan abiertamente. Ahí están los años 50, el contraste día y noche, el bajo mundo que toca la limpieza suburbana para iniciar su degeneración, las apariencias, las dobles traiciones, las mujeres fatales, la violencia de golpes, insultos y disparos, las triquiñuelas para sacar ventaja y las estafas para hacerse rico en una movida, los hombres de dudosa moral y los oportunistas, el policía corruptible y el jefe mafioso, el matón loco y el criminal cerebral, el vividor y el que quiere salirse del negocio, las pistas falsas, las mentiras, las traiciones y las lealtades, los recuerdos traumáticos, los impulsos sexuales, el deseo y el poder, las trampas y desvíos narrativos, el final sorpresa y la doble conclusión. Todo eso resulta evidente, a lo que se agrega otra nota que sube la escala: el dinero. Con esto quiero decir la estructura capitalista que sostiene el tinglado social. No hablo del dinero como abstracción metafórica o MacGuffin narrativo.

En una escena importante de la película, con intencionalidad expositiva más menos equiparable a la de Ned Beatty en Network, la dupla principal se encuentra con el personaje interpretado por Matt Damon, cuyo interés viene a de ser el de la clase social más rica, que le explica a los dos personajes (Don Cheadle y Benicio del Toro) y al espectador cómo es que las instancias de poder más privilegiadas y los delincuentes de a pie no se topan nunca en la misma sala y cómo el millonario termina siendo más beneficiado que cualquier ladrón de poca monta que gane sus buenos millones en algún atraco. Se podría decir que es el capital el que habla por boca del empresario millonario y habla de su impunidad (actúa ahí donde haya una transacción cualquiera, da lo mismo la ley), ubicuidad (resulta estructural) y propiedad (pertenece a su dueño, a una clase social, a unos pocos hombres).

Entonces resulta sencillo pasar a una película anterior de Soderbergh, La lavandería (2019), donde un trío -un par de empresarios y su cliente/víctima- exponían con ironía y didactismo el caso Panama papers. Acá, sin recursos de género que sostengan de por sí la película, se expande ese monólogo sobre el capitalismo del otro film. Se trata de una farsa que se pone en evidencia con recursos de autoconsciencia: Gary Oldman y Antonio Banderas fuerzan sus acentos, pasan de un decorado a otro con la fluidez de un cartoon (siempre, donde sea, cargan un coctel en la mano), mientras van contando capítulo a capítulo -numerados como “secretos”- lo que un informante delata a su contraparte judicial, pero con risas y ropas ridículas. Por su parte, Meryl Streep reluce como transformista que también se dirige al espectador, con el añadido de que además lo suplanta dentro de la pantalla. Es una mujer estafada, como tantos otros a lo largo del mundo, por estas empresas fantasmas que se benefician de los paraísos fiscales. Su lucidez en tanto personaje es tan funcional como el cinismo de los otros dos, que son para el espectador y la justicia "maestros" del robo. Por una vez las estrellas no interpretarán personajes para que disfrutemos de sus grandes actuaciones (y, en cambio, demostrarán su genio actoral), sino que sus interpretaciones nos van a indicar que el discurso es el contenido. Tienen algo de radial y, por supuesto, de teatral estos constructos ficcionales, y está bien llamarlos así (aunque al principio el de Meryl Streep nos engañe) porque no tienen nada de lo que habitualmente se caracteriza como personajes.

Si en el caso de Ni un paso en falso se impone en el interior de la imagen a todos los guiños autorreferenciales posibles para ser reconocidos por lo que son: la convención cinéfila (su condición neonoir meta-noir); en La lavandería se expone con exageración esos guiños de ruptura de cuarta pared para colocar en narración algo que originalmente tiene un horizonte informativo, de nota periodística, pero que para argumentar el funcionamiento de resquicios legales para armar una estafa económica se vale de otro tipo textual, una forma narrativa y teatral (ahí el trabajo de trasponer a cine un guion basado en un libro de no ficción). En simple, La lavandería hace ficción y no documental. Lo interesante es que, a final de cuentas, estos dos mundos presentados por Soderbergh, el noir y la total desregulación del capital, uno mirando a la tradición del cine, el otro a la realidad contemporánea, son continentes sellados a la vez que absorbentes, autocontenidos por sus formas, pero cuyos límites tienden a difuminarse con los del espectador integrado a la ficción que le apela en tono de amable desmitologización. Por citar a un autor de moda, son dos ejemplos de “realismo capitalista” que partiendo de puntos divergentes se llegan a cruzar y luego deshacen uno los pasos del otro. La denuncia capitalista de La lavandería se vuelve juego que ni ingenuamente se puede tomar por panfleto mientras que Ni un paso en falso pone al final el dato que involucra el real escándalo de las corporaciones automovilísticas.

Soderbergh ha tratado las denuncias y problemáticas comunitarias (Erin Brockovich) con la misma efectividad con que despliega sus películas procedimentales (sus heist movies) o sus incursiones “experimentales” (Schyzopolis) y tecnológicas (Unsane). Dentro de ese espectro multifacético podemos agrupar sus últimos títulos, no es que se trate de entregas extraordinarias de un autor genial, son trabajos imperfectos, pero se agradece que la regularidad mantenga unidos la ejecución y la diversión, lejos de la repetición esclerótica de un, digamos, Woody Allen.

 

Título original: No Sudden Move. Dirección: Steven Soderbergh. Guion: Ed Solomon. Reparto: Don Cheadle, Benicio del Toro, David Harbour, Jon Hamm, Matt Damon, Brendan Fraser, Ray Liotta, Kieran Culkin, Noah Jupe, Julia Fox, Amy Seimetz, Frankie Shaw. País: Estados Unidos. Año: 2021. Duración: 115 min.

Título original: The Laundromat. Dirección: Steven Soderbergh. Guion: Scott Z. Burns. Reparto: Meryl Streep, Gary Oldman, Antonio Banderas, David Schwimmer, Will Forte, James Cromwell, Matthias Schoenaerts, Nonso Anozie, Melissa Rauch, Robert Patrick, Jeffrey Wright, Sharon Stone. País: Estados Unidos. Año: 2019. Duración: 95 min.