Mi país imaginario (2): Nostalgia de la épica

Toda la primera mitad de Mi país imaginario explicando la evolución de la revuelta pareciera también retratar esta distancia anunciada en la introducción, como reflejando la forma en que el propio Guzmán recibió las imágenes desde Francia, y en consecuencia, exponiendo los hechos resumidos pensando en un público extranjero. Existe una especie de tensión entre la estructura general expositiva que busca la coherencia entre los distintos acontecimientos mientras van tomando forma y una estructura interna desde el off y las entrevistas, que van desde la fascinación hasta la estupefacción ante lo que estaba ocurriendo.

Capturar el fuego

En un gesto de autorevisión, Guzmán inicia Mi país imaginario con imágenes de Allende filmadas por él durante los 70. La estrategia de remontar su obra ha sido parte esencial de su cine de postdictadura: en Chile, la memoria obstinada (1997) o en Salvador Allende (2004) también regresaba al archivo de su filmografía para discutir el presente. La diferencia, en este caso, es que el reciclaje de la escena inicial no es un retorno a la significación de Allende como símbolo de la Unidad Popular, sino al rol del propio Guzmán como documentalista en su juventud. Guzmán cita la reacción que tuvo Chris Marker después de ver El primer año (1972), cuando le aconsejó que para filmar un incendio “era necesario estar en el lugar antes del comienzo de la primera llama”.

La relación que se sugiere entre el consejo de Marker y el resultado de La batalla de Chile (1975-76-79) es evidente; se trata de uno de los ejemplos más importantes, en el cine latinoamericano y mundial, de un hecho histórico filmado in situ, de una película montada para simular un presente permanente, como “si estuviesen montando la historia”, dijo Guzmán alguna vez. La batalla no funciona como una película premonitoria, sino como una observación y anticipación estratégica frente al largo período de tensión previo al golpe. En cambio, en Mi país imaginario, Guzmán reconoce y lamenta llegar con atraso al “incendio” figurado y literal que existió durante la revuelta. La película se declara como una reconstrucción y no como una respuesta inmediata al estallido. 

Esta declaración inicial sirve en términos prácticos para entender las primeras imágenes, una primera reflexión enfocada en un período post-protesta con actitud retrospectiva. También sirve, en un sentido técnico, para justificar la combinación de materiales visuales que existe al inicio, algo poco usual en el cine de Guzmán más allá del uso de material de archivo setentero. Aparecen tomas de celulares, irregulares y desprolijas, muchas de las cuales se pueden reconocer de los primeros videos virales importantes que surgieron durante y previo al 18 de octubre. Aparecen también las imágenes de televisión, la quema del metro y el rostro en baja definición de Sebastián Piñera. Guzmán no repara sobre la procedencia de estos materiales o la consecuencia material de “haber llegado tarde” al evento, empieza a simplemente a construir una cronología de los hechos rescatando hitos del archivo colectivo de los primeros meses de revuelta.

Sin embargo, no es solo Guzmán el que “llega tarde” al incendio. El “cine del estallido” (una categoría todavía en construcción) tuvo que buscar varias estrategias de montaje más allá del registro espontáneo urgente. La simultaneidad de los eventos hizo que fuera imposible concebir un equipo de filmación único capaz de abarcar los varios eventos y sus consecuencias, a diferencia de la sensación de ubicuidad que tiene a ratos la cámara de Jorge Müller en La batalla de Chile. Por otro lado, y más importante aún, la circulación de imágenes populares de celulares provocó que las imágenes urgentes tuvieran un efecto reiterativo a la hora de ser montadas en una película, especialmente cuando se trataba simplemente de versiones en alta definición del mismo tipo de imagen que ya habíamos visto cientos de veces a fines del 2019 en redes.

De alguna forma, las cámaras portátiles propiciaron un régimen de imagen donde difícilmente la prioridad sea “captar el incendio”, o no al menos desde un solo punto de vista, algo que entendieron muy bien Andrei Ujica y Harun Farocki para Videogramas de una revolución (1992). La primicia retrocedió ante las estrategias de remontaje, lo que en la práctica también está presente en el documental de Guzmán y su ordenamiento de los primeros meses de revuelta. Pero, por lo mismo, gran parte del repertorio de imágenes también son demasiado reconocibles: la estudiante secundaria arriba del torniquete, las primeras estampidas de evasión en el metro, la infame cuña de Piñera contra el “enemigo poderoso”, etc. Lo que puede ser novedoso en algunas de las reflexiones de Guzmán entra en conflicto con la familiaridad de las imágenes que se viralizaron con mayor rapidez y han conformado una suerte de relato oficial del estallido (sin ir más lejos, el “enemigo poderoso” apareció en al menos otras dos películas de esta edición de SANFIC).

Esto no quiere decir que las imágenes se agoten y no se puedan resignificar, sino que su uso reiterado en un sentido único corre el peligro de la saturación. Incluso las imágenes del bombardeo a La Moneda, como ha señalado la investigadora Claudia Bossay, han perdido parte de su densidad histórica a fuerza de repetición. Toda la primera mitad de Mi país imaginario explicando la evolución de la revuelta pareciera también retratar esta distancia anunciada en la introducción, como reflejando la forma en que el propio Guzmán recibió las imágenes desde Francia, y en consecuencia, exponiendo los hechos resumidos pensando en un público extranjero. Existe una especie de tensión entre la estructura general expositiva que busca la coherencia entre los distintos acontecimientos mientras van tomando forma y una estructura interna desde el off y las entrevistas, que van desde la fascinación hasta la estupefacción ante lo que estaba ocurriendo.

 

Continuidad y ruptura

Guzmán realiza su primera lectura del estallido desde la novedad y la continuación de un legado, particularmente considerando la inscripción de su relación íntima con el cine sobre Allende y la UP al inicio. El nuevo movimiento le parece familiar debido al regreso de las ideas revolucionarias que parecían haber sido apaciguadas por el avance neoliberal (el tema de La memoria obstinada, en sintonía con otras lecturas noventeras), pero al mismo tiempo reconoce la novedad de una masa que no se agota en una consigna ni se puede organizar frente a un líder o la tradición de partidos. La vinculación setenteta y las entrevistas establecen un punto medio entre continuidad y ruptura.

 A diferencia de la Unidad Popular, Guzmán ve un movimiento inaprensible, por lo que la serie de entrevistas apunta también en esa dirección. La película acierta en no enunciar nunca el gesto de entrevistar solamente a mujeres y en incluir un grupo variado que no se base principalmente en las voces “expertas”, contrariando la estrategia de cabezas parlantes que se veía a ratos en parte de la trilogía precedente. Varias de estas entrevistas coinciden en este límite entre la sorpresa y la previsibilidad de algo que se estaba alimentando a nivel sistémico desde hace años.

Aún así, la tendencia a buscar una estructura general hace que la variedad de las lecturas y opiniones terminen en una causa común a medida que la película avanza. Si bien las entrevistas, y el propio Guzmán al comienzo, insisten en lo inédito de un estallido sin centro, la introducción de la demanda constitucional trata de dar con una respuesta coherente a la totalidad de los problemas que se han ido planteando en la película. En contraste, entrevistadas como Sibila Sotomayor del Colectivo LASTESIS remarcan la importancia del proceso constituyente como un “primer paso” de un movimiento más caótico y difícilmente asimilable. Sin embargo, a medida que entramos al trabajo de la Convención, la película encuentra un punto de llegada a nivel narrativo. Este orden se traduce también a lo formal: la cámara se estabiliza, el off dirige las entrevistas y las reflexiones sobre la novedad ceden ante la búsqueda de continuidad histórica.

Más que La batalla de Chile, la estructura remite, como el propio Guzmán sugiere, a El primer año y la llegada de Allende como solución a los problemas que se plantean durante la primera mitad de aquella película. Durante la última media hora, Mi país imaginario plantea una clausura frente a lo que se describía como caótico e incompleto. Lo problemático de esto no es entender la constitución como una consecuencia de la revuelta, sino como su conclusión. La propia voz de Guzmán, principio organizador del discurso en su cine, logra que todas las piezas encajen en la última parte, incluyendo la elección de Gabriel Boric y el último guiño sesentero de la mano de Quilapayún y “La muralla”. A pesar del análisis inicial en torno a las diferencias y las limitaciones de no llegar al “incendio”, el cierre logra de un guantazo reconciliar lo viejo con lo nuevo, celebrando finalmente una tesis de continuidad que niega el factor de ruptura.

Por otro lado, no deja de ser interesante que este regreso de Guzmán sea por partida doble: al cine “en presente” y, sobre todo, a cierto ánimo agit-prop. La relación entre pasado y presente han sido uno de los temas centrales de Guzmán desde la interrupción forzosa de su cine dentro de la Unidad Popular. Sus primeras películas no eran solo reacciones ante el presente, sino también parte central de un cine militante y de un cine que buscaba, además, acompañar el proceso y serle útil. Hasta cierto punto, la llegada de la revuelta no solo le permite recuperar el entusiasmo por hablar del presente (la trilogía anterior siguen siendo, en su núcleo, películas de retrospectiva), sino también acompañar procesos políticos desde su consecuencia institucional. El tiempo del estreno en Chile también deja esta estrategia en claro, la película desea funcionar también como arma de propaganda del Apruebo. Este sentido de estrategia es el que más se agradeció y comentó a la hora de asistir a casi cualquier función de la película: un ánimo renovado para votar este 4 de septiembre. Aún así, es algo más difícil filmar el incendio en curso.

Título original: Mi país imaginario. Dirección: Patricio Guzmán. Guion: Patricio Guzmán. Fotografía: Samuel Lahu. Montaje: Laurence Manheimer. Música: Miranda y Tobar. País: Chile. Año: 2022. Duración: 83 min.