Los 33 (Patricia Riggen, 2015)

En nuestra época, caracterizada por la velocidad y la inmediatez, llega a sorprender que casi cinco años se demoraran en estrenar una película sobre el derrumbe de la mina San José en la región de Atacama, y la historia de los 33 mineros atrapados por casi 70 días a más de 700 metros bajo tierra. Para quienes la recuerdan, la noticia no terminaba de desarrollarse y ya era evidente que más temprano que tarde, el corazón de la industria cinematográfica internacional pondría sus ojos y sus dólares en el norte de Chile, para llevar a la pantalla grande este relato que refleja lo mejor del ser humano en sus ansias por sobrevivir y lo peor del mismo en cuanto a paupérrimas condiciones de seguridad y explotación laboral.

Los grandes estudios no se toman estas apuestas a la ligera y como era de esperar la película cuenta con rostros y recursos para hacerse notar. Ya en la decisión de utilizar a Antonio Banderas como el líder de los mineros atrapados, Mario Sepúlveda, o al brasileño Rodrigo Santoro como un novel y audaz Laurence Golborne, sumado a nombres como Juliette Binoche y Gabriel Byrne, la cinta obtiene una presencia inmediata desde sus protagonistas, todas estrellas de reconocimiento mundial. Y bien, primer objetivo conseguido: las actuaciones en general, no desentonan. Tras décadas de repetición y perfeccionamiento en fórmulas dramáticas, Hollywood ha aprendido a hacer películas que toquen la tecla exacta en el momento preciso, y Los 33 no es la excepción en términos de eficacia narrativa y visual. Emociona cuando la épica del rescate lo merece, y la recreación del refugio en las profundidades de la mina y del derrumbe que estremece la montaña son de las notas mejor interpretadas a lo largo del filme.

Hay que ser claros en un punto, quizás ineludible. La película, cómo no, se siente extraña, con chilenos hablando un inglés intencionalmente retorcido, donde reconocemos tanto La Moneda como la empanada, pero todo parece alienígeno. Claro, el público objetivo no somos nosotros. No hay siquiera un intento por retratar Chile con algún grado de complejidad. Su núcleo está exclusivamente centrado en el proceso de colapso, agonía y rescate, sin mediar colores partidistas. Sabemos sí que la película no deja de ser política, aunque sea por omisión, pero las dudas de un Piñera o las convicciones de un Golborne no se asocian más que a generalidades y percepciones ambiguas de un Estado o del país. Aquí puede abrirse una discusión en términos de cierta función propagandística del film, se podrá argumentar que presentar una visión humana de estos políticos -únicas figuras públicas que mantienen su nombre en la ficción- es el mejor tipo de campaña. Tal vez sea cierto, al menos era plausible mientras Golborne fue opción presidenciable, pero prefiero dudar de tamaña inocencia en el espectador y creo que ese efecto se achica en lo foránea que se ve la película en general. Incluso si no fue previsto, me parece que la imagen de Piñera (interpretado parcamente por Bob Gunton) resulta bastante maltratada. Es él quien se niega a una primera ayuda, desalienta las intenciones del joven Laurence -preocupándose de la imagen que proyecta su gobierno más que otra cosa- y luego aparece oportunistamente en el Campamento Esperanza para leer la famosa nota que recorrió el mundo.

Punto aparte, uno de los instantes más deplorables es el “Viva Chile, mierda” del Piñera de Gunton, pero imagino que les producirá el mismo dolor de estómago a los espectadores japoneses cuando ven a Tom Cruise hablando cual Samurái.

Sin duda el héroe de todo el asunto es Golborne, quien logra sostener el peso moral de la operación e idea la fórmula precisa para el rescate, mientras bajo tierra Sepúlveda se las arregla para hacer que los mineros no se almuercen entre ellos. Este ir y venir entre dentro y fuera de la mina, si bien puede entenderse en el contrapeso emocional que necesitan los mineros en sus familias para seguir adelante, termina por debilitar la película en su conjunto. La ficción ofrecía una rica oportunidad; adentrarse en la “cotidianidad” del encierro. Decíamos que visualmente la tarea se cumple, pero en términos dramáticos no se alcanza a percibir la claustrofobia, el tedio, la desesperación, el silencio. El hambre y la sed están puestos en la acción pero no superan su primigenia aparición, ante la necesidad de que el metraje avance a buen ritmo. Por su parte, en el exterior tampoco se logra un rendimiento que justifique plenamente su tiempo en pantalla. El desafío ingenieril se simplifica únicamente en la labor de Sougarret (Gabriel Byrne) y las familias se mantienen unidimensionales en su sufrimiento. Los momentos más auténticos son precisamente los menos divulgados públicamente -por ejemplo la potente incomunicación entre el personaje de Juliette Binoche, María, y su hermano atrapado, Darío- pero estos instantes son más bien escasos y por lo mismo parece abundar un derroche en términos fílmicos.

Segundo punto aparte y nuevo retorcijón estomacal: Don Francisco. Tal vez sea el gancho necesario para vincularse con audiencias a nivel iberoamericano, pero su papel dando despachos en terreno para Canal 13 son de una obviedad que coquetea con lo vergonzoso.

Me gustaría concluir con una palabra sobre las peculiares expectativas que la película puede despertar en Chile, en su extraña condición de ser a la vez tan cercana y tan lejana a nosotros. Con la misma seguridad con que podía afirmarse la temprana realización del film, también resultaba hasta lógico cierto tipo de rechazo que este produciría. Por un lado, podría parecerle al espectador nacional que la película nace de una vana voluntad de obtener rendimiento económico, a partir de una tragedia que es resultado de negligencias y deterioros en los derechos de los trabajadores. Por otro, podría objetarse el nulo interés por hacerse cargo del verdadero conflicto social que da pie a la situación. Estos prejuicios, que si bien no dejan de ser válidos, creo que no apuntan al verdadero problema. Más allá de una siempre debatible incompatibilidad en el cine entre rédito comercial y tragedia humana -problema que desautorizaría toneladas de filmografía, entre otras la bélica- el tema es que Los 33 sí apunta a los motivos que originan el desastre; sí se trabaja sobre la explotación, la desigualdad y el oprobio laboral. Los mineros saben que nada cambiará tras el accidente. Los dueños de la mina, capitales privados que surgen como entes invisibles sin voz ni cuerpo, no malgastan en seguridad y, por el contrario, profundizan los abusos para con los trabajadores. El quid del asunto está en que todo esto se ve minimizado frente a la batalla por sobrevivir, al empuje emocional que esto requiere y donde el rescate no es solo a los mineros, sino que también de valores fundamentales como la amistad, la familia y la lealtad. Ante esto, la épica moral supera cualquier conflicto social, el que queda reducido a mero comentario, resumido en algunas líneas de texto al inicio y al final, tradicionales en cintas basadas en tragedias verídicas.

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Al inicio de la función se obsequiaba una pequeña muestra del nuevo perfume de la línea de fragancias de Antonio Banderas. Aquí el contraste se vuelve terrible, entre el perfumado seductor exitoso por antonomasia que es Banderas y la imagen de Sepúlveda fatigado por la hambruna, agonizando cubierto de sudor y hollín. Tal vez ni siquiera seamos capaces de imaginar cómo olía el refugio luego de tan prolongado y espantoso encierro. Pero en la comodidad de la butaca, la seguridad de la sala oscura se opone a la negrura ominosa de la mina. Así anestesiados, es difícil que padezcamos del filme en una dimensión distinta a la del entretenimiento. Y en tal sentido, Los 33 resulta un ejemplo nítido del sistema que le da cabida. Podemos intentar conformarnos con salir del cine llevando un aroma a conquistador en la base del cuello.

 

Nota comentarista 5/10. Título: Los 33. Dirección: Patricia Riggen. Reparto: Antonio Banderas, Rodrigo Santoro, Juliette Binoche, Gabriel Byrne, Bob Gunton, Lou Diamond Phillips. País: EE.UU., Chile. Duración: 127 mins. Año: 2015.