La flor (2): Mensajero del caos
Quizás la clave de porqué esta película me genera tanta curiosidad se encuentre en la capacidad del director para crear personajes que están encarnados por personas que piensan como él. Lo que quiero decir es que juntos forman parte de una pequeña comunidad de locos que se pusieron de acuerdo con que es necesario correr el cerco del cine, de la narración, de la actuación, y de la representación escénica, entre otras cosas, lo cual implica incluir en la locura colectiva que es este filme, cosas que normalmente ignoramos de este mundo tan (in)humano, como por ejemplo, el espíritu de una reina precolombina, el espíritu de pueblos pequeños y desconocidos de la sierra cordobesa, o del mismísimo siglo XX.
En septiembre del 2018 estuve en Buenos Aires cuando el Teatro San Martín proyectó La flor, en ese tiempo poco conocía la obra de Llinás, salvo por su anterior película Historias extraordinarias (2008). Meses después, el filme se estrenó en Chile en la Cineteca Nacional, en enero del 2019 y tampoco fui a verla. En ese tiempo yo intentaba cumplir con una entrega para marzo, pero sabía que no lo iba a lograr, entonces, ir al cine a ver la magnánima obra de 14 horas parecía un lujo… asiático. Y desde entonces, sumándole a la entrega de tesis la revuelta del 18 octubre, mi vida corrió por un solo camino: lograr la graduación para después dedicarme a cosas que había dejado de hacer durante el 2019, como ir al cine y festivales.
Y aquí estoy ahora, con mucho tiempo para ver películas pero sin poder salir de casa, salvo para necesidades de primer orden. Y sólo ahora logré ver La flor gracias a la liberación que hizo la productora El Pampero de su película más popular, a pesar de que fue pensada para que los primeros planos de los rostros de las actrices fueran del tamaño de una pared; para que los espectadores no pudiéramos retrocederla en caso de que nos dieran ganas de volver a escuchar un diálogo que no entendimos bien, o más bien, para que el cine vibrara en nuestros cuerpos sentados en una sala de cine. Sin embargo, su propuesta todavía se resiste al esquema al que nos estamos acostumbrando en cuarentena, en el que vemos todo en el televisor o en el computador, lo que personalmente me hace añorar aún más las butacas, la oscuridad, y la proyección de un estreno como éste.
Ver La flor me llevó por un viaje del cual no quiero volver. Sus historias y procedimientos están fuera de los parámetros del cine que he visto últimamente. Me hace recordar a Raúl Ruiz porque tenía la capacidad de producir de esta manera. Lo nombro, además, porque con ciertas imágenes ambientadas del episodio III, el de las agentes secretas, sentí que estaba frente a puestas en escena similares a las que Ruiz hacía, en las que el objetivo era transmitir una situación dada y no tanto hacerla verosímil. En La flor la invitación es similar: recorrer imágenes en las que puedes percibir los bordes de la ficción, puedes ver sus costuras e incluso algunas hilachas que quedaron a vista y paciencia de los productores, mientras que, por otro lado, también puedes ver escenas donde todos los elementos de la pantalla están orquestados para donar algo de sí al relato, tanto aquellos que están frente a la cámara por voluntad propia, como las actrices y actores, como aquellos que no, como los autos, los árboles, las plazas, el viento y los pilotos de los aviones en el cielo.
Quizás la clave de porqué esta película me genera tanta curiosidad se encuentre en la capacidad del director para crear personajes que están encarnados por personas que piensan como él. Lo que quiero decir es que juntos forman parte de una pequeña comunidad de locos que se pusieron de acuerdo con que es necesario correr el cerco del cine, de la narración, de la actuación, y de la representación escénica, entre otras cosas, lo cual implica incluir en la locura colectiva que es este filme, cosas que normalmente ignoramos de este mundo tan (in)humano, como por ejemplo, el espíritu de una reina precolombina, el espíritu de pueblos pequeños y desconocidos de la sierra cordobesa, o del mismísimo siglo XX. Considera también la voluntad de los árboles, de las brujas, los dioses griegos, los esquizofrénicos, y libros clásicos de oscurantismo.
Todos estos elementos están presentes de distintas formas en un concierto que les permite andar a sus expensas, corriendo el riesgo de caer en el ridículo, pero eso no importa porque el placer que les produce correr ese peligro es más fuerte, tanto que se puede sentir a través de la imagen, y eso es lo que más agradezco a La Flor, que hay algo dentro de su estructura que le permite al formato cinematográfico salir de su confinamiento narrativo para salir a jugar, como en sus inicios, cuando los hermanos Lumière exhibían al público sus propias filmaciones caseras, y de esta manera, creo que el cine logra revivir su inconsciente óptico.
Una imagen que capta muy bien este desvío creo que es la que acompaña al prólogo, donde aparece el cuerpo de Llinás mirando a la cámara sin pronunciar palabra, y la voz en off, su propia voz, narra el preámbulo necesario para que los espectadores nos quedemos en nuestras sillas pendientes de sus formas e historias, aunque estemos en nuestras casas en cuarentena y tengamos todo el tiempo para hacer cualquier otra cosa, menos salir de casa, menos dejar de ver La flor.
Pero ¿por qué separó su imagen de su voz?, la mejor respuesta que tengo es porque es un demente que se ha escapado del diván del psiquiatra para hacer películas colectivas con otros locos, y la disociación es la forma más justa para mostrar el proceso en el que recibe mensajes de las cosas que incluye en esta película que no es suya, por qué él es un elemento más. Como dijo en una clase magistral en la Universidad Nacional Autónoma de México, esta película no es suya sino de todos los elementos que la componen, y la única manera de dirigir tal cantidad de cosas disímiles es distanciándose de su calidad de director, y dando espacio para que entren otras fuerzas como la de los árboles, la de una momia, y por supuesto, la de Mercurio, el mensajero de los dioses.
Entonces, cuando termino de ver La flor imagino un tiempo en el que las horas no marcan, ni los nombres de los días importan, como pasa ahora, pero, eso sí, con la libertad de movernos e interactuar en el espacio. Entiendo que hoy es un privilegio estar en casa viendo películas, y por lo mismo me permito soñar de esta forma, para crear en mi mente un lugar que todavía no es, y recorrerlo imaginariamente mientras espero que pase la cuarentena. Ahí, los cines son una especie de plaza pública donde nos reunimos a ver películas como La flor y después a conversar con el director o alguien de la producción. Ahí divertirnos es gratis. Ahí vería esta película no una vez, sino dos, ya que la primera sería la experiencia más visceral y sensitiva, como la que tuve frente a mi televisor, y la segunda sería el visionado más racional, como el que también tuve frente a mi televisor. En este ejercicio de la nostalgia, en que recuerdo la importancia que han tenido las salas de cine en mi vida y de las personas que aprecio y admiro, me doy cuenta de que las proyecciones de cine deben reformularse para no desaparecer en la banalidad del consumo on-streaming.
Título original: La Flor. Dirección: Mariano Llinás. Guion: Mariano Llinás. Productora: El Pampero Cine. Fotografía: Agustín Mendilaharzu. Montaje: Alejo Moguillansky, Agustín Rolandelli. Música: Gabriel Chwojnik. Reparto: Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes, Valeria Correa, Eugenia Alonso, Germán de Silva, Héctor Díaz. País: Argentina. Año: 2018. Duración: 840 minutos.