Informe XXIII Festival de Valdivia (4): Las pistas del cine chileno

Este año fueron menos las películas chilenas que vi en el festival, en parte por dedicar tiempo a los focos de Morrison y de Joel Potrykus, el invitado más asequible y entusiasta del festival.

Como siempre, tanto en la Competencia Internacional como en la Nacional y en las Galas hay mucho del cine chileno que llegará a los distintos circuitos en los próximos 12 o 18 meses. Con todo, las nuevas películas de Christopher Murray, Nicolás Videla y José Luis Torres Leiva son las que generaron para mí las mayores expectativas.

Dados sus antecedentes en Venecia El cristo ciego, una de las dos chilenas seleccionadas para la Competencia Internacional, era para mí una de los estrenos más esperados. En virtud de los logros de Christopher Murray junto a Pablo Carrera en Manuel de Ribera (2010), en la que construye, con ribetes herzogeanos, la aventura mínima de un pobre diablo por colonizar a duras penas la pequeña isla que heredó en la zona de Calbuco-, su nuevo filme parecía profundizar en la observación de tipos humanos a partir de una anécdota mínima que diera pie al encuentro azaroso entre su protagonista (Eugenio Morales) y un puñado de actores no profesionales que se interpretaban a sí mismos.

En El cristo ciego se narra con cuidado y factura el viaje de un joven a través de algunos poblados del norte grande para encontrar a un viejo amigo enfermo con la esperanza de curarlo con un milagro. Michael (Michael Silva) está convencido, luego de una experiencia mística vivida cuando niño, que Dios puede expresarse a través de él y con ese dato la narración se interna en los terrenos de la fe popular, no por la vía de la religiosidad colectiva sino a través del mesianismo de su protagonista, un registro que recuerda al Buñuel de Simón del desierto (1965) y muy particularmente al de Nazarín (1959).

Como en Manuel de Ribera, este tenue armazón dramático es el punto de partida para un viaje de observación de paisajes y personajes, quienes son habitantes de localidades cercanas a Iquique que ponen sus heridas biografías al servicio dramático del filme y añaden a ese universo un grado de desgarro que la enajenación del personaje principal escasamente exhibe. En este punto la mayor debilidad de la cinta está precisamente en la manera en que se hace cargo de las insostenibles convicciones religiosas de su protagonista.

El problema no está en Michael y su obsesión mesiánica sino en la apatía con que el filme la exhibe, sin tensionarla, cuestionarla o sencillamente relativizarla. La excesiva solemnidad con que el relato describe momentos y frases trascendentes -acentuándolos con música o movimientos de cámara-, termina por suscribir en cada momento el punto de vista del personaje y allí donde era necesario sembrar dudas y establecer distancias, la opción de la puesta en escena es despojarse de todo misterio, consiguiendo un relato lacónico en sus reflexiones sobre la fe como delirio y frío en su dimensión específicamente humana.

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El gesto y la identidad

Más gratificante fue la experiencia de El diablo es magnífico (2016) largometraje de la Competencia Nacional que Nicolás Videla -codirector de la estupenda Naomi Campbel (2013)-, realizó en solitario tomando como punto de referencia la figura de Manu (Manu Guevara), transexual chilena radicada en París que relata en primera persona las soledades de su búsqueda de pareja a la vez que intenta lidiar en el día a día de una sociedad mucho menos tolerante hacia la diversidad sexual que lo que podría parecer.

En principio la película corría los mismos riesgos que El cristo ciego: la cercanía emocional del relato hacia su protagonista es también aquí la mayor dificultad del filme, no sólo por la casi inexistente línea que separa al intérprete de personaje que construye, sino porque Manu Guevara es además coautora del guión. Esa doble vinculación entre personaje y filme logra en muchos momentos ser sorteada por el relato, aunque no siempre. Cuando no es así aparecen decisiones formales como asociar la idea de libertad a situaciones tópicas como bailar en la calle y una narración en off sustentada en una excesiva poética que suele redundar en aquello que las imágenes ya han establecido con suficiente elocuencia. Cuando logra escapar a esa fuerza de gravedad y manejar la narración objetivando a su protagonista la película alcanza momentos notables. Las escenas entre Manu y Daniel, el novio que le propone vivir juntos, o la fragilidad casi candorosa con que coquetea con el viajero que la aborda en el Sena -y la relación que surge de ahí-, bien debieran estar entre lo mejor del melodrama romántico que haya filmado un director chileno en el último tiempo.

Y no es únicamente en la veta más vulnerable de su protagonista por donde circula lo mejor de la película. También en la manera en que reemplaza el discurso militante por una coherencia ideológica disuelta perfectamente en la construcción de su personaje. En efecto, si desde el punto de vista dramático no hay virtualmente diferencias entre la Manu real y la Manu personaje -decisión que enfatiza el anclaje de la película con la contingencia política de la comunidad LGBT-, la dimensión reivindicativa opera más allá de las decisiones de la protagonista sobre la construcción de su identidad sexual -de hecho aquí no se entrega demasiada información objetiva al respecto, como sí ocurría en Naomi Campbel-, y lo cierto es que en estricto rigor la identidad de género es, en el caso del filme, uno de varios elementos constitutivos de la transformación global de la protagonista que la película pone en relieve.

No es sólo la decisión de ser mujer lo que determina las urgencias afectivas y cotidianas de Manu. Su proyecto de transformarse en otra, en alguien que habla francés y español y asume el atuendo cliché del París de entre guerras o, incluso, los modos de Anna Karina en Vivir su vida (1962), de Godard -película con la que ésta podría tener más de un punto de contacto-, apunta también a una definición mimética mucho más amplia que alude necesariamente a una definición cultural de su personaje.

Que buena parte de las decisiones de Manu estén atravesadas por la voluntad de retornar a Chile refuerzan la importancia que para el filme revisten las consideraciones culturales de la identidad. Su eventual regreso pone en jaque tanto su ya inestable equilibrio afectivo como la fisionomía misma de su actual estatuto femenino.

Todas estas son líneas de desarrollo que se articulan por la elección con que Videla registra a su personaje y lo hace interactuar como ente social, enfatizando en ello el carácter significativo de ademanes, peinados y maquillajes. Dejando de lado el aspecto tópico de algunas imágenes y del peso específico de su protagonista en el acabado final, el sentido visual y el talento narrativo de su director son indudables. Y aunque no todas las líneas puestas sobre la mesa se resuelvan satisfactoriamente, ello no resta en nada el mérito de Nicolás Videla al buscar integrarlas activamente en el juego dramático del filme.

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La ruta como destino

Es notable la manera en que José Luis Torres Leiva ha recorrido de ida y vuelta el formato documental, en el que pareciera advertir mayores posibilidades expresivas.

En El viento sabe que vuelvo a casa (2016), exhibido en la sección Galas, se construye sobre un soporte de búsqueda y observación, recogiendo como hebra principal el recorrido que el documentalista Ignacio Agüero efectúa por isla Meulín en el archipiélago de Chiloé para buscar personajes, locaciones y rastrear una antigua historia de amor trágico que será la base para un eventual filme.

Partiendo de esa levedad dramática la película subvierte algunos principios más o menos estandarizados del documental, como la obligatoriedad de abordar al hecho en su totalidad, cuando no histórica, al menos dramáticamente. El filme de Torres Leiva es precisamente lo contrario, una experiencia de búsqueda centrada más en las preguntas que en las respuestas, en las conjeturas que en las conclusiones, en la ruta que en el destino y, por sobre todo ello, es una aproximación al hallazgo y lo fortuito que en muchos sentidos se emparenta con la exploración sobre lo cotidiano en algunos recientes filmes de Jonas Mekas.

La cinta elude la ubicación omnisciente de la narración para asumir el relato en primera persona, siguiendo en cada momento el recorrido que Agüero efectúa guiado casi exclusivamente por una voluntad hipotética, la de indagar en una desaparición ocurrida hace años y construir con eso su nueva película. Si bien es casi obvio que la historia que espera confirmar por parte de los habitantes es sólo el pretexto para una catarsis que busca liberar en ellos sus propias historias, el origen ficticio de esa búsqueda le entrega otras profundidades a la narración, en la que lo lineal deja de ser relevante y donde la meditación sobre la construcción cinematográfica se despliegue a lo largo del filme, sin que por ello El viento sabe que vuelvo a casa se asuma como una obra abiertamente autorreflexiva.

En tanto el relato enlaza los testimonios que van surgiendo de las indagaciones que el documentalista realiza con los habitantes de la zona, su naturaleza es de comienzo a fin la del relato oral. En esa lógica es encomiable que la narración nunca se sitúe por sobre las personas y mira a cada una de ellas en su completa humanidad, esfuerzo en donde la cercanía y la búsqueda de experiencias por parte de Agüero se evidencian transparentes y genuinas aun teniendo claro el origen ficcional de la conversación.

Por la vía de esos relatos pasionales, de amores asediados por las desigualdades sociales y de raza, de enfermos resucitados y de hijos perdidos en algún lugar del territorio -muchos de ellos casi imposibles de situar históricamente-, es por donde el filme de Torres Leiva adquiere una dimensión mítica. La fragilidad de la memoria, la metafísica del hecho deformado a medida que transita de boca en boca es finalmente la textura con la que el director opta por trabajar y el centro dramático que regula las pausas y atenciones que la película va incorporando en el camino.

La estructura cíclica del relato mítico es en parte también la trayectoria de Agüero en las cercanías de Meulín. Hay algo helénico en la manera como el filme realza la naturaleza geográfica del archipiélago y ello acerca el relato al mito griego. El recorrido por las islas, su carácter circular, el paisaje marino, inestable y autárquico de las islas grandes y pequeñas, además de la fascinación de Agüero por los personajes y sus historias, podrían evocar pasajes de La Odisea.

Esta no sería del todo una lectura errada. Como en los relatos homéricos la épica de existencias que han sobrevivido con dificultades sobrehumanas convive con una realidad maravillosa, poblada de niñas resucitadas, hijos perdidos y pulpos gigantes de seis patas.

Felipe Blanco