El rey León: Desenterrando ideas del pasado

Por José Ignacio Araya Pino

¿Qué es lo que se espera de un remake o de cualquiera de sus derivados en la época en que estos proliferan en las carteleras comerciales? Una revisión o actualización de la película anterior, ya que se da por descontado el efecto monetario que esta forma de hacer cine trae consigo. Pero, ¿hay algo de eso en la nueva versión del clásico de Disney El Rey León dirigida por Jon Favreau que la original no tenía? Lamentablemente no.

De partida el argumento se mantiene prácticamente igual que su contraparte de 1994, donde se narra el viaje de Simba, un león inmerso en una historia con tintes hamletianos ocurrida en un lugar ficticio de África. Hay un par de escenas adicionales que no logran alterar la estructura de esta, siendo hasta olvidables, por lo que no son un aporte para generar un nuevo mensaje que la diferencie de su predecesora, como sí lo hizo La Bella y la Bestia (2017) con el acento feminista que Emma Watson le imprimió a su personaje.

Y este es uno de los grandes problemas a los que se enfrenta la entrega de Favreau, ya que al volver a mostrar casi plano por plano una película idéntica, se están planteando los mismos valores que regían en la época sin ningún interés aparente por generar un cambio en el discurso. Esto se ve, por ejemplo, al representar conceptos como el “ciclo de la vida” -idea en la que sólo la monarquía patriarcal es capaz de liderar el correcto balance entre especies- de la misma forma que se hizo hace 25 años y sin ninguna lectura crítica adicional; obviando nuevamente, por ejemplo, el liderazgo de las hembras en la manada de leones y continuar relegándolas al cuidado de las crías.

De hecho el remake retoma la ideología que Disney pregonó principalmente el siglo pasado (como lo es el reproducir el ideario económico, social y político estadounidense, el concepto de familia y los estereotipos físicos y psicológicos de género, etnia y clase), y lo amplifica como se ve en el tratamiento que le dan a Hakuna Matata, uno de los planteamientos más recordados del largometraje, y que interesantemente va contra gran parte de los valores de la empresa, al defender el no preocuparse por las responsabilidades. En la versión de 1994 ese discurso permeó en el imaginario colectivo como un modelo válido, pese a que implícitamente Timón y Pumba abandonaran este modo de vida en pos de defender “la familia”. Sin embargo, en esta nueva versión esa puerta es cerrada de forma explícita cuando el dúo verbaliza que entendieron lo errado de su forma de vivir, lo que da luces de que el cariz que Favreau le imprimió a su versión no es solo una revisita estética y económica, sino que es principalmente ideológica.

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Sin duda el elemento distintivo de la película es el CGI, donde el nivel de realismo es tal que a ratos parece más un documental de vida salvaje -estéticamente hablando- que un film para niños, lo que no podría ser menos posible si pensamos en que una cebra jamás irá a ver el nacimiento de un león, animal que en el futuro será su depredador. Esto recuerda a lo que plantearon Armand Mattelart y Ariel Dorfman en Para leer al Pato Donald, sobre cómo Disney elimina conductas propias de los animales y exacerba las que considera afines a su postura ideológica para conscientemente expandir sus planteamientos a través de animaciones infantiles, en lo que llamaron «imperialismo cultural». En esta película se ve de forma mucho más literal dicha intención al sacar la emocionalidad de los rostros de sus personajes y al eliminar las psicodélicas escenas de baile de la versión antigua, dejando al descubierto lo crucial del “nuevo” mensaje: sólo este sistema hereditario, monárquico y bio-determinado conducirá a la sociedad hacia un futuro próspero al sacar a las hienas (el otro, el indeseado) del mapa.

Por otro lado, pese al ejército de programadores que llevaron a “carne y hueso” a los famosos personajes, lo atractivo y novedoso de su estética no logra concretar uno de los puntos claves de una película: conectar emocionalmente con su audiencia. Favreau apela totalmente a la nostalgia de un público adulto para que recree las escenas antiguas y lograr continuar el ciclo al llevar a la nueva generación a las salas de cine. Incluso las bromas son identificadas principalmente por los mayores, lo que se plasma en una rebuscada referencia a La Bella y la Bestia que probablemente pocos niños lograron captar, por lo que esta nueva versión se asemejaría más a Avatar (James Cameron, 2009) -donde la técnica eclipsó todo lo demás- que a los memorables y emocionantes dibujos 2D de 1994.

Por ende cabe preguntarse, ¿por qué Favreau decide eliminar lo surreal y mágico de la versión antigua y opta por esta adaptación hiperrealista a medias (que se ve en la dualidad realismo-ideología entre estética y mensaje) donde los planteamientos de la década pasada se mantienen prácticamente intactos, pero con una máscara de CGI? No hay que olvidar que El Rey León es un estandarte del espíritu Disney, el cual encarna gran parte de los valores que la empresa estadounidense ha diseminado a lo largo de décadas, por lo que pareciera que la realización del remake responde más al desentierro de un área ideológica que estaba desatendida, y a la rentabilidad económica que esta trae consigo, que a una reformulación o relectura de viejos idearios que parecían superados.

 

Nota comentarista: 4/10

Título original: The Lion King. Dirección: Jon Favreau. Guion: Jeff Nathanson. Fotografía: Caleb Deschanel. Montaje: Mark Livolsi. Música: Hans Zimmer. Canciones: Tim Rice, Elton John. País: Estados Unidos. Año: 2019. Duración: 118 min.