Creed (Ryan Coogler, 2015)

Con Creed se repite el fenómeno de Star Wars Episodio VII, la misma historia de la primera vez contada por la generación de los hijos: Kylo Ren/J.J. Abrams acá cambia por Adonis “Hollywood” Creed/Coogler, vástago huacho de Apollo Creed, el contrincante, luego amigo de Rocky Balboa, en manos de un director que nos contará la misma historia de Rocky (John G. Avildsen, 1976) desde este nuevo ángulo paterno-filial-cinematográfico.

Dos asuntos resuenan con fuerza en esta narrativa “posmemoria” de la ficción. Una es la repetición y la diferencia respecto a la matriz original, la otra es el tipo de acercamiento al tópico “edípico” de la relación con el padre. Partamos por esta última. Tal como vino a dejar sentado la lectura sicoanalítica de Hamlet, por ejemplo, la ley del padre debe ser negada en un principio y “muerte del padre” mediante ser atravesada para que pueda en su instancia final ser reafirmada y perpetuada. Para poder conservarse la estructura de la naturaleza de la cultura sabiamente reconoce la flaqueza y arbitrariedad de sus síntomas para que el individuo que se forma en ella crea que para conseguir su identidad personal se desenvuelve en la realidad con la suficiente libertad para suponer que está escogiendo autónomamente su devenir, incapaz de darse cuenta de la sutileza que lo manipula y que lo hará escoger el rol que le tenía asignado de antemano. Es decir, para poder mantenerse la cultura enmascara la predestinación como una forma de libertad para que el individuo no se frustre y crea que su vida tiene un sentido y un destino. Si es exitoso cumplirá con el mandato impuesto subrepticiamente creyendo  que lo consiguió por sí mismo y en base a su libre elección, si no lo consigue, será un perdedor, alguien que no creyó en sí, alguien que se engañó a sí mismo y escogió vivir una “vida falsa” que no corresponde a su naturaleza individual. Visto así, el rol del padre es sostener la rigidez de la norma que posibilita mantener el orden de la cultura y desenvolverse de la mejor forma posible en ella. Para prolongarse de generación en generación el hijo tiene que incorporarla. Y que mejor forma que hacerlo de manera inconsciente, creyendo que el mandato no viene desde el exterior sino que se genera desde la autonomía interna y personal.

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La segunda arista antes mencionada se relaciona con este asunto en terrenos de la representación, acá en el caso del cine. La narrativa de la predestinación forma alianza con la otra de “el viaje del héroe” y el desarrollo del individuo como sujeto maduro, con sentido e historia, listo para asumir como nuevo pater familias. El cine de modelo narrativo más tradicional (llámese clásico, institucional, hollywoodense o cómo se quiera) encuentra en este modelo su caracterización más universal y asequible. Si el modelo funciona, para qué cambiarlo. Desde este punto de vista se ha venido repitiendo y estandarizando por décadas y llegó al punto de sostenerse recurriendo a sus propios mitos. La serialización industrial de la creación de historias -que en rigor son unas pocas, con infinitas variables- ha encontrado en el modo remakespin offrebootsaga, etc., la manera de seguir contando la misma vieja historia con pequeños cambios y alteraciones que le permitan mantener su actualidad. La repetición de lo mismo no cansa si no se ha agotado la manera en que pueda seguir explotando su exceso de rendimiento. En otras palabras, tratar de invertir lo mínimo y conseguir lo máximo posible. De esta forma la economía del modelo lleva un tiempo utilizando la continuidad (de las historias, los personajes, los mundos posibles) como un hipertexto que lo sostiene y formatea. Igual que sucede en la realidad, en el mundo de las historias de imágenes en movimiento los hijos suceden a los padres y mantienen el fondo y las formas. Los cambios no llegan por estallidos revolucionarios o alteraciones catastróficas, se dan lentamente, en la negociación entre absorción de la tradición y la norma conjugadas con lo necesario que plantea el escenario de lo contingente y sus propias contradicciones y problemáticas. Como dice en la película el viejo Rocky al joven Creed, se trata de avanzar “de un paso a la vez, un golpe a la vez, un round a la vez”.

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Para que los hijos se vuelvan adultos, es decir, adopten la ley del padre, en el caso cada vez más extendido del cine que mira a sí mismo como constructor de su propia identidad y realidad ficcional en que ha devenido la abundancia de la serialización, tienen que enfrentar los mismos desafíos de la generación que les precede, repetir la historia cambiando lo que haya que cambiar. La predestinación se ha vuelto una profecía autocumplida para los realizadores y espectadores de la generación posterior. Tratar de vivir a la altura de Star Wars, a la altura de Spielberg, a la altura de Scorsese, a la altura de Stan Lee, a la altura de Rocky, se ha vuelto el dilema de niños que crecieron con profundo determinismo al alero de esas figuras. Ya no se trata solo de tener “conciencia histórica” (como dijo Godard “sabíamos quién era Griffith, Murnau, Ford”, es decir, la generación fundadora) de quien se desarrolló en el espacio civilizatorio de la cultura del cine, sino del intento de mantener la cohesión de ese sitio en un momento en que se está perdiendo esa conciencia y la historia lineal, teleológica se disuelve. La misión “posmemorial” de los hijos, entonces, es mantener vivos a los mitos consagratorios, las cimas de la cultura (en el sentido que son referentes integrales y formadores de la identidad de esa cultura, cualquiera que sea nuestra opinión, a favor o en contra, de ellos). Si la generación de los padres “nuevo Hollywood” setentero pusieron en duda la validez y consistencia de los mitos fundadores históricos, amparándose en la transgresión del estilo clásico, para develar hipocresías y promesas incumplidas del presente social que les tocó vivir y representar, sus últimos retoños vuelven la vista al pasado, giro conservador mediante, para resaltar lo que consideran mejor de la tradición. En otras palabras, la sencilla fórmula de “volver a las raíces”.

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Al fin entramos en Creed. Adonis Johnson, hijo fuera del matrimonio de Apollo Creed y no reconocido, se ha criado de niño en las calles. Nunca conoció a su padre, ni siquiera sabe quién es. Pero la genética trabaja y lleva la impronta boxeril en sus puños. La viuda de Apollo, culposa, lo rescata y le da un buen vivir y lujos. Ya mayor, Adonis abandona esa comodidad para hacer de su doble vida de boxeador autodidacta en su única, verdadera, vida. Se traslada a Philadelphia, ciudad natal de su padre y de Rocky, para empezar desde abajo y sin dar a conocer su real origen. Conoce a quién será su chica y consigue que Rocky se convierta en su mentor. En apariencia paradojalmente para ser reconocido como “hijo de Creed” tiene que aceptar que sí es hijo de Creed y ganarse el nombre propio a fuerza de combates, esfuerzo físico y reconciliación con el pasado. De todas maneras ya sabemos cómo termina la parábola del hijo pródigo y también ya hemos visto Rocky.

El premio al empeño, al self made man, al honesto y simple héroe de la clase trabajadora, al deportista natural se repite en esta película. Todo encaja donde tiene que estar y la película cumple su cometido. Se esfuerza por mantener la dignidad de la original con que partió la saga, difiriendo el rasgo étnico del inmigrante itáloamericano al afrodescendiente que logra sobreponerse a la adversidad y encontrar su lugar de reconocimiento en la sociedad multicultural estadounidense. La demostración se cumple en la pelea final, cuando pelea con su equivalente británico cockney, tal como Rocky logró su fama contra Apollo. Implícitamente se sugiere que Adonis se volverá una estrella del deporte globalizado.

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En el mundo de Creed Rocky Balboa es una leyenda que vive retirada pero que se mantiene congelada en youtube y la memoria colectiva. No ha perdido su lazo proleta, pese a que películas más delante de su primer film lo vimos ganando la guerra fría. La película mantiene oculta todos los rastros evidentemente ideológicos de la saga. Fuera de campo están los sucios negocios y el poder mercantil del espectáculo de boxeo, las servidumbres morales, la reflexión crítica sobre la violencia. Lo que sí aparece en primer lugar se alinea con el rescate de las tradiciones, algo que tanto ha explotado el cine de discurso afroamericano más conservador, el bien está en el origen, el barrio, las calles, la amistad sin traiciones, la simbología de lo propio como tautología: la verdadera identidad lo es porque es la única y es única porque es la verdadera. Creed nos dice que el mejor camino para obtener la identidad es esa y lo hace tratando de mantenerse fiel a Rocky. Lo mismo que el pueblo de Philadelphia mantiene reverencia por su ciudadano honorable Rocky, hoy vuelto un solitario bonachón.

Por su parte, cierto segmento del cine, no solo el de Hollywood, lleva un buen tiempo afirmando que lo mejor son los clásicos, que por algo tienen ese estatus. Ese dictamen en parte tiene toda la razón, pero por otra parte no reconoce que los cuentos de hadas nos entrenan para enfrentar la precariedad de la realidad, si no se tiene eso en cuenta es muy fácil caer en el ilusionismo consolador y binario de que al mal siempre lo vence el bien. Y ya sabemos que los finales felices no existen, por lo mismo no está mal imaginar que todo tiene un propósito y se puede resolver de la mejor forma. Podemos subir los escalones en señal de victoria como el joven Rocky o el viejo Rocky, pero basta mirar al lado para descubrir que por cada Rocky hay muchos otros -como el inmigrante peruano del cuento de Francisco Ángeles Una foto con Rocky Balboa– que se tomaron el cuento demasiado al pie de la letra.

 

Título original: Creed. Dirección: Ryan Coogler. Guión: Ryan Coogler, Aaron Covington. Fotografía: Maryse Alberti. Reparto: Michael B. Jordan, Sylvester Stallone, Tessa Thompson, Phylicia Rashad, Ritchie Coster, Tony Bellew, Graham McTavish. País: Estados Unidos. Año: 2015. Duración: 132 min.