Café Society: réquiem para un maestro

Difícil anular los afectos, tomar cierta distancia crítica ante un cineasta cuya obra se está yendo al carajo. Claro, porque en las películas de Woody Allen hay momentos, imágenes, instantes acumulados que nos han servido de refugio y estímulo por años o décadas. Por eso resulta laborioso encontrar el punto exacto entre la gratitud y la diatriba despechada, entre quemar inciensos a su obra y quemarlo en la plaza pública. Pero, una pregunta asalta de inmediato, ¿cuándo fue el verano de nuestro descontento? ¿Cuándo fue que nos dimos cuenta que Woody Allen estaba perdiendo fuelle, que se le estaban agotando las ideas, la inspiración, lo que sea que saliera de esa cabeza afiebrada de diálogos brillantes y conmovedores? Algunos dicen que Allen nunca fue el gran director que cierta crítica le quiere endosar, otros lo elevan a la categoría de maestro. Como todo en la vida, la verdad pareciera estar en el delicado centro de esos dos extremos.

Hay que ser malagradecido e ignorante para no admitir que Allen ha realizado obras excepcionales (Manhattan, Interiores, Crímenes y pecados, Hannah y sus hermanas) y que incluso algunas de sus películas más disparejas se sostienen por esa mirada tierna, procurándoles cierta dignidad a esa serie de personajes desorientados, vagabundos, llenos de preocupaciones inútiles, ilustrados y brillantes, a la deriva, buscando su lugar en el mundo (Broadway Danny Rose, Annie Hall) todo envuelto en una pátina de desconsuelo anegada de una soledad satisfecha de sus propias neurosis. Woody Allen era nuestro hombre, la justificación romántica a nuestras inseguridades y tristezas.

Con la distancia de los años, ahora nos damos cuenta que el Woody Allen de los noventa (una era crítica en su carrera artística y personal) era un individuo herido y bastante confundido e inseguro, pero aún capaz de otorgar ciertos fogonazos e intuiciones deslumbrantes (alguien en su momento tendrá que reivindicar las disparejas pero apreciables Disparos sobre Broadway, Todos dicen te quiero o la lacerante Maridos y esposas). Mientras que el actual Allen se nota seguro de sí mismo (dentro de los márgenes neuróticos de su personalidad), que realiza sus películas anuales como quien lleva sus niños al zoológico. Un tipo feliz, cómodo en la zona de confort que le otorga la rareza de ser de ser el último cineasta que hace películas sin preguntar ni darle explicaciones a nadie, muy cercano al lugar que ocuparon en su momento sus amados Bergman y Fellini. Tal vez sea cierta esa amarga frase de que el arte florece mejor en los terrenos baldíos del dolor y la queja, de la herida y la fisura. Al menos en las últimas películas de Allen la sangre coagula por las venas de sus personajes, estancada en guiones de hierro, como irritantes modelos que declaman sus parlamentos sin ningún riesgo ni vacilaciones creíbles, sin conflictos demasiado serios, personajes burgueses, ingeniosos, seguros de sí mismos, cobardes, orgullosos de excentricidades repetitivas, benignas, inocuas ¿Y el espectador, hipócrita, mi semejante? Muy bien gracias.cafe-society-

Deslices de la memoria, consuelos de la nostalgia. Es clarificador que a la luz de Café Society, películas sobrevaloradas y tramposas como Match Point y Medianoche en París, que augurábamos como descensos paulatinos de su calidad como realizador, hoy parecen brillantes ejercicios de estilo y disecciones penetrantes de la clase media alta que buscaba representar. Pero no nos engañemos, Allen nunca fue Chabrol y no tendría por qué serlo; sus obsesiones y derroteros son otros. Pero lo más doloroso, lo irreparable a estas alturas del partido, es que perdió el rasgo de comicidad que acompañaba a la neurosis latente y a la vez entrañable de sus personajes, sello de identidad que le asegura un lugar en la historia del cine.

Más allá de sus evidentes defectos, las películas de Allen siempre buscaron una complicidad con el espectador, por muy reducido que fuera el espectro o nicho que convocara. Allen, como buen comediante, siempre tuvo conciencia del efecto que provocaba un buen final, un remate que dejara una sensación alentadora, entregando una sonrisa interior, confidente con el espectador para aliviar incluso la más penosa dificultad existencial. Eran pequeñas epifanías por donde se colaban verdades incómodas y desencantadas, adornadas con sutiles retazos de incierta esperanza (recuerden los inolvidables finales de Manhattan y Annie Hall).

Ahora sus películas son frías, distantes, como si fueran hechas por encargo. Es cierto que Café Society está bellamente filmado, su luz ilumina la pantalla con un tono cálido cercano a los calurosos atardeceres de Los Ángeles. Pero ni los más grandes formalismos ni la más lujosa puesta en escena pueden salvar una película sin alma. Si Sontag tenía razón (que la tenía) cuando decía que la obra de arte es por sobre todas las cosas “una experiencia de las cualidades o las formas de la conciencia humana… que nos devuelve al mundo de alguna manera más receptivos y enriquecidos”, entonces el cine de Allen más que cine es un bonito y reluciente decorado, una pieza de museo sin vida propia, inerte. En pocas palabras, una película que no interpela ni penetra en el espectador, una acumulación de imágenes que ni el reverenciable Vittorio Storaro (Apocalipsis Now, One from the Heart, The Last Emperor) puede sacar a flote. Al movimiento frenético, caótico de sus personajes, ahora le ha agregado una cuota nada despreciable de superficialidad y de movimientos arrebatados y confusos que, más que expresar cierta inconformidad entre los personajes y el entorno que los socaba, parecen ser el mensaje velado de una cierta parálisis creativa. Tal vez un último consejo: para los amantes de las “comedias locas” que Café Society trata de emular, por favor, acercarse a las obras maestras de Preston Sturges, Frank Capra o Howard Hawks. Prefiera el original, no la copia.

Marco Antonio Allende

Nota comentarista: 2/10

Título original: Café Society. Dirección: Woody Allen. Guión: Woody Allen. Fotografía: Vittorio Storaro. Reparto: Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Steve Carrell, Blake Lively. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 96 minutos.