Cabros de mierda (1): Los no reconciliados

Ambientada en La Victoria el año 1983 en pleno auge de las protestas contra la Dictadura de Pinochet, la nueva película de Gonzalo Justiniano viene a dejar bien planteadas determinadas constantes en su trabajo, lo que sirve a su vez para marcar acto de presencia en el panorama del cine chileno actual la voz de la generación de los ochenta. Se trata de los Hijos de la Guerra Fría que, pasada su juventud contestataria, se sienten aún descontentos porque “la alegría no llegó” y tuvieron que ver cómo el poder se reacomodaba en un simulacro de democracia. En cuanto al cine, durante la Dictadura se generó un corpus de películas politizadas que se debatían entre la necesidad de una épica y el desencanto, pero le sucedió un paulatino repliegue en favor de nuevas instancias, actantes, modos de producción y representación que opacaron su posible continuidad y legado.

Con el caso de Cabros de mierda Justiniano tiende una conexión con el cine de esa época de entrada. Optar por La Victoria como locación para su ficción no corresponde a una decisión aleatoria: esa población santiaguina tuvo un papel emblemático en la lucha contra la Dictadura; en ella se estableció un campo de batalla donde se mezclaban opositores de carácter barrial y popular con  defensores de los derechos humanos integrantes de la iglesia católica como los sacerdotes Dubois y Jarlán. Con esos dos elementos la película establece asidero en la realidad para constituir un relato centrado en los recuerdos de Samuel Thompson, protagonista y narrador del filme, un estadounidense que después de muchos años vuelve al país donde perdió la inocencia. Al mismo tiempo, a la narración de las memorias el filme añade, mediante montaje, la presencia de imágenes documentales.

La revisión del pasado desde el presente abre la película con la imagen del Museo de la Memoria. Samuel ingresa en busca de Gladys, una chica que trabaja ahí, y que resulta ser hija de otra Gladys, una detenida desaparecida que antes de morir le recibió en La Victoria el año 83, cuando él era un misionero mormón que quería conocer y evangelizar algún país del tercer mundo. Luego la joven lo lleva a su antiguo hogar para hacer entrega de los objetos que Samuel dejó tras partir abruptamente de vuelta a Estados Unidos: se trata de fotos y las cámaras que utilizó cuando estuvo en la población. Son, entonces, tres los elementos que gatillan, con cierto fetichismo, el recuerdo en Samuel: imágenes, mujeres y el reencuentro con el hogar poblacional.

Desde esa posición predispuesta por la memoria Samuel se interroga sobre su paso por Chile, tanto por lo que sucedió en el país, como por su condición -que varió de testigo a participante- de gringo alojado en una casa de evidente impronta matriarcal y de izquierda. La doble dimensión del protagonista, primero como visitante temporal con una misión pastoral, y después como sujeto que viene a rendir cuentas con la conciencia de su experiencia pasada, funciona de guía para el espectador. Algo que la banda sonora explicita cuando suena la canción “En un largo tour” de Sol y lluvia. La  postura de Samuel (extranjera, religiosa) condice una mirada ingenua que el personaje mantiene siempre, más allá de las situaciones duras y ajenas que llega a presenciar e involucrarse: lenguaje, hábitos, violencia, sexo y muerte.

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Por otro lado están Gladys  -“la francesa”, como le llaman sus conocidos- y Vladi, sobrino y preguntón niño que vive junto a ella. Ambos serán las principales relaciones que Samuel tendrá en su paso por La Victoria, la primera como objeto de su afección amorosa (que lo conduce hacía el conocimiento femenino y el sexo), y el segundo como partner, con quien comparte ingenuidad, aunque no descaro, y que lo llevará descubrir desde las emociones la lucha política y el desamparo consiguiente. Un poco jocosamente Samuel, al verse dentro de un lugar y condiciones que desconocía, llega a ser interpelado y conocido como el tío Sam, hijo biempensante de Nixon, que intenta aferrarse a su naif creencia puritana en un ambiente que tiene claramente definido el conflicto ideológico.

Antes que ser un agente del mal, Sam pasa a vivir su “novela de formación” a manos del encuentro con la pareja (mujer, niño) que lo acogen. Vladi es hijo de un activista en la clandestinidad, al que cree muerto (desaparecido), primer representante de la orfandad. Gladys, por su parte, soltera sexualmente activa, echa en falta la presencia de la figura masculina de la pareja: el pololo, en su definición más banal; el hombre de familia, en tanto presencia efectiva del “rol histórico patriarcal” (hogar, trabajo); y el compañero, en su concepción politizada. Dada su condición foránea e ingenua, Sam se acerca más a un antihéroe que alguien efectivamente “potente”, más cerca del infantilismo que se deja persuadir por la verborrea afectiva (políticamente zanjada) del niño que de la atención al cortejo de la mujer (que es algo mayor que él), cumpliendo un rol más bien pasivo.

Al establecer un ámbito donde la agresión es cotidiana (la CNI ronda siempre) y la presencia masculina protectora se halla ausente en el día a día, la película hace un elogio de la mujer que resiste en la precariedad (afectiva, material y política) desde la camaradería y el compromiso, aunque tampoco le falta el humor, la ironía y la resignación. No solo es Gladys, su madre (tercera Gladys), sus vecinas y amigas, ya sea en la casa o en las calles, permean de vitalidad los días grises de la Dictadura. También los niños. Más atentos a la televisión o la música cuando les corresponde un valor significante (más allá de faltas a la lógica cronológica de las canciones de Miguelo o Emociones Clandestinas), mujeres, niños y jóvenes practican un interés que se contrapone al discurso vacío de las apariciones de Pinochet en TV, a las que no prestan atención.

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La vida continua pero el horror, si no contiguo a la “normalidad” cotidiana, la atraviesa de lo público a lo privado, dejando en claro que, de insoportable, al status quo dictatorial hay que saber aceptarlo: la indignación y la lucha están ahí, en todo momento, como respuesta y acto reflejo del acecho policial-militar. En un grado más efectivo, la película conjuga la falta de recursos (hablo del presupuesto del filme, muchas veces piedra de toque para la reconstrucción histórica) con el empleo de imágenes captadas por el propio Justiniano en esos años. La secuencia de una manifestación, barricadas y ataques de fuerzas policiales es montada mezclando ficción con no-ficción. El resultado impacta por el inconveniente efectismo de la parte ficcionada compartiendo lugar con el registro de archivo. El régimen realista se fractura por la comparecencia documentalista, las verdaderas imágenes de peligro hacen volar la representación actuada, no importa cuán logradas estén. Ahí donde hay riesgo y testimonio no queda más que callar y ver (como en las imágenes documentales incluidas en Queridos compañeros). Hay ahí un “axioma” -en palabras de Serge Daney, a quien seguimos aquí- que hace doloroso ver la imagen detenida sobre un niño, uno como puede ser Vladi, pero que desde el pasado que interpela (no hay memoria, hay presente), devuelve la mirada. Donde termina la ficción empieza el documento y nos produce conflicto que se puedan pensar como intercambiables, ya que lo que hacen es evidenciar su diferencia. Si bien es un riesgo mejor logrado que otros, simplemente aberrantes (caso de la voz en Allende en su laberinto), hace que la película se quiebre ante nuestros ojos.

Más allá de este cuestionamiento me parece que el eje en que Cabros de mierda se vuelve relevante para el cine y audiovisual chileno (y también más allá de la reposición del protagonismo femenino en la filmografía de Justiniano) es el diálogo polémico que compone de forma reactiva (algo demorada tal vez) con otras ficciones que toman el período de la Dictadura; pienso en las películas de Pablo Larraín, la serie Los 80 y, en menor medida, Los archivos del cardenal. Esta película toma posición desde un frente bastante menos representado, pero que a su vez es coherente con la trayectoria del director de Caluga o menta: la representación del mundo popular. Poniendo el caso de Tony Manero se puede entender la carnavalización del personaje del marine (el que interpreta Claudio González) que adora Estados Unidos y resulta ser torturador, de civil se viste con ropas del personaje bailarín de Travolta y de Alfredo Castro a la vez que asiste al show animado por un presentador negacionista en la boîte “Hollywood”. Si eso no es una mueca despectiva al director de Post Mortem, al menos se trata de un abierto posicionamiento. De alguna manera Justiniano intenta una funa, desde el cine, a otras formas de entender el cine y la historia, con un pie en el neorrealismo rosselliniano y otro en el cine urgente, aunque malogrado, del Chile de la década del ochenta. Podemos discutir algunos recursos y maniqueísmo, pero Cabros de mierda insiste, pese a quién le pese, en que los intentos por oficializar la historia de la Dictadura en el cine todavía se encuentran en disputa.

Nota comentarista 6/10

Título original: Cabros de mierda. Dirección: Gonzalo Justiniano. Guión: Gonzalo Justiniano. Producción: Jorge Infante. Fotografía: Miguel Littin Menz. Montaje: Carolina Quevedo. Sonido: Romina Nuñez. Música: Miranda-Tobar. Reparto: Nathalia Aragonese, Daniel Contesse, Elías Collado, Corina Posada, Luis Dubó, Claudio González. País: Chile. Año: 2017. Duración: 118 min.