Black Mirror. Bandersnatch (2): Libertad vigilada

Desde su lanzamiento, Cibertexto (1997) de Espen Aarseth se convirtió en uno de los libros esenciales para definir las características de los textos no-lineares. Si bien la teoría literaria moderna, como reconoce el noruego en la introducción, propone que la comprensión de cualquier texto está basada en un proceso de armado mental -individual y abstracto-, Aarseth argumenta que la particularidad de un texto no-linear radica en su elemento ergódico. La lectura personal que hacemos de un texto se puede diferenciar radicalmente de la de alguien más, pero el ordenamiento “físico” del texto que hemos recibido es idéntico al de cualquiera. En un texto ergódico, en cambio, mi versión del texto es concretamente diferente de la del resto. Al leer y “generar” un texto ergódico, me convierto en consumidor y productor de lo leído.

Por otro lado, el lector de un texto tradicional, plantea Aarseth, tiene la capacidad de hacer muchas cosas, de manera similar a la de un espectador de un partido de fútbol. Puede especular respecto de lo que va ocurrir más adelante, posar sus ojos en cualquier punto del campo, gritar enfurecido ante un acontecimiento o puede, incluso, abandonar el evento desde el momento en que prefiera no hacerlo. El placer de un lector tradicional es, y en esto coincide la teoría cinematográfica, el placer del voyeur.

El elemento ergódico puede adquirir una mayor complejidad cuando se trata un cibertexto. La ficción literaria hipertextual -desde Rayuela de Julio Cortázar hasta la serie de libros de Elige tu propia aventura-, se basa en la organización de diversos vínculos de lectura que pueden ser escogidos por el usuario/lector. El cibertexto, por otro lado, genera respuestas textuales a partir de la información recibida desde el usuario. Esta teoría, si bien sirve para pensar algunas excepciones literarias y cinematográficas, ha sido aplicada mayormente para entender la particularidad de la experiencia del videojuego.

En una escena de Sálvese quien pueda (Jean-Luc Godard, 1979), el profesor Paul pasa frente a un pizarrón que tiene escrito: “Caín y Abel. Cine y vídeo”. Godard propone, en otra de sus hipérboles filosóficas, que existe una relación de tensión homicida entre el cine y el (en ese entonces) reciente medio del vídeo. Para Godard, la aparición de una nueva técnica nunca corre de manera independiente, sino que cambia el estado de la técnica anterior. ¿Se puede plantear la misma relación antagónica entre el lenguaje del cine y del videojuego? ¿Cómo cambia la masificación del cibertexto nuestra lectura de la linealidad del cine?

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Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-) ha sido una serie que desde el comienzo ha especulado sobre el potencial peligroso que poseen las nuevas técnicas y medios. A pesar de que algunos defienden la serie argumentando que esta se centra más en los usos sociales que en la maldad inherente de la tecnología, la mayoría de los episodios podrían acusarse de funcionar como fantasías tecnofóbicas. Dentro de los posibles “excesos” del avance tecnológico que la serie ha tratado, el videojuego ha sido protagonista de algunos episodios. En Playtest (Temporada 3, Episodio 2), la serie imaginaba los posibles horrores del perfeccionamiento de la realidad virtual, mientras que en USS Callister (Temporada 4, Episodio 1) se jugueteaba con la posibilidad de que las inteligencias artificiales de los personajes de juego pudiesen desarrollar pensamientos y sentimientos propios.

Estos dos capítulos son, justamente, una versión maximizada de dos de los elementos que separan al lenguaje de los juegos virtuales del lenguaje del cine. La posibilidad de un nuevo nivel de inmersión (o su reemplazo por la noción de “incorporación”, como propone Gordon Calleja) y el control autoritario de personajes que convierten a quien juega en una especie de deidad. Esta última característica es, asimismo, una de las fantasías permanentes de la ciencia ficción desde que aparecieron las primeras simulaciones programables. Desde la paranoia política de El mundo conectado (Rainer Werner Fassbinder, 1973) hasta la virtualidad teológica de Matrix (Lana y Lilly Wachowsky, 1999), el cine ha abierto la pregunta respecto a la posible autonomía de sus personajes a partir del surgimiento de “mundos” programables.

Charlie Brooker parece haber combinado en Bandersnatch, una película de la serie Black Mirror para Netflix, ambos elementos: la “incorporación” del jugador y su manipulación divina sobre los personajes. Ambientada en 1984, el joven programador Stefan Butler (Fionn Whitehead) empieza el proyecto de adaptar "Bandersnatch", una novela del tipo Elige tu propia aventura, en un videojuego que incorpore la toma de decisiones en su mecánica. A medida que Stefan avanza en el programa, este empieza a mantener sospechas de que una fuerza externa controla sus acciones.

La paranoia de Stefan, similar a la de Fred Stiller en la película de Fassbinder, se explica por el formato que Brooker y Netflix han propuesto para la película. A diferencia de otros capítulos de Black Mirror, reconocidos por sus relatos de advertencia sobre el presente tecnológico, Bandersnatch ganó fama más por su forma que por su contenido. Bandersnatch incorpora la idea principal del proyecto de Stefan a su formato, dándonos la capacidad de tomar decisiones en su lugar con solo dar un clic o presionar un botón del control remoto. Al mismo tiempo que Stefan empieza a volverse loco por no poder controlar su destino, los usuarios/espectadores tenemos la facultad de desbloquear las diferentes escenas que nuestra selección ha pedido.

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Se trata de un formato híbrido que remite tanto al lenguaje del videojuego como a la literatura experimental ergódica. Debido a esto, Bandersnatch ha levantado cierto escepticismo respecto a su verdadero nivel de innovación. Ha sido catalogada tanto como una revolucionaria “Rayuela audiovisual”, y como un ejercicio derivado desde experimentos literarios previos. Más que continuar con el debate respecto a lo novedoso de su formato, me interesa cuestionar cómo Brooker piensa que ambos lenguajes -el de la linealidad audiovisual y la ergodicidad de los juegos virtuales- se pueden combinar. A diferencia de los episodios interactivos previos de Minecraft: Story Mode, -primera incursión de Netflix en el formato, ignorada o considerada de menor desafío por su carácter infantil-, Bandersnatch no funciona solamente como la combinación de dos lenguajes, sino que, además, parte de su trama se constituye a partir de lo que el formato propone. Enfocarse en si Bandersnatch posee precedentes literarios, como hace el artículo de LUN, es ignorar el diálogo directo que su relato busca establecer con el mundo del videojuego. Además, la incursión formal de Brooker en el formato interactivo incluye argumentalmente las obras de los que toma prestados sus postulados, haciendo de su protagonista un programador de videojuegos obsesionado con la literatura no-linear.

La narrativa de Brooker posee una estructura que remite al ejercicio que estamos practicando. La vida de Stefan se empieza a transformar en una replica de la del autor de Bandersnatch, Jerome Davies, quien en su intento por finalizar el libro terminó en una esquizofrenia paranoica que lo llevó a matar a su esposa. Stefan, en una de las líneas narrativas, termina por replicar el impulso homicida de Davies cuando asesina a su propio padre. Mientras que la esquizofrenia de Davies se relaciona con las drogas, la de Stefan deriva de nuestro control sobre sus acciones (o también de las drogas, en otra línea del relato). Sin embargo, acá es donde el ejercicio de Netflix empieza a resultar frustrante. Algunas líneas narrativas quedan “truncadas”, obligándonos a volver a un menú que nos permite retroceder en la dirección correcta. En ese entonces, nuestra sensación de control “divino” sobre Stefan se ve intervenida por Netflix, y el potencial interactivo empieza a asemejarse al visionado de un capítulo linear.

En Bandersnatch, todo elemento narrativo se encuentra dispuesto para invocar un ejercicio de autoconsciencia respecto a nuestra toma de decisiones en nombre de Stefan. Mientras que las líneas narrativas basadas en el exceso (como la de forzar a Stefan a matar a su padre) apelan a nuestra crueldad controladora, las líneas más “profundas” o filosóficas versan sobre la efectividad del libre albedrío en nuestras vidas (y en la de Stefan). En ningún caso el elemento interactivo nos permite olvidarnos de su presencia. El ejercicio se asemeja a los primeros intentos del cine en 3-D, en los cuales cada escena necesitaba incluir un momento en que se aprovechara el elemento “novedoso”.

Esta frustración sugiere, nuevamente, un juego de espejos entre nosotros y Stefan. Nuestro control termina limitado por las opciones ya escritas por el guión de Brooker. Nos encontramos tan controlados como Stefan, y solo podemos limitarnos a escoger entre las opciones prefabricadas por la serie. Esta reflexión, que podría resultar interesante en otros formatos, se ve arruinada por la manera en que los diálogos nuevamente hacen referencia al tipo de control que estamos ejerciendo sobre Stefan. Una de estas opciones, sobre la que mucho se discutió en internet, incluso nos conduce a una línea narrativa en que Stefan se entera de la existencia de Netflix.

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Este es, finalmente, el verdadero control de Bandersnatch. Cada vez que podríamos ser capaces de generar una reflexión o de inferir algún tipo de análisis, la obra nos “redirige” en la dirección interpretativa correcta. El poder conductor de Bandersnatch está expresado en cómo la serie nos imposibilita para elaborar reflexiones propias, y en cómo Brooker escoge subestimar el entendimiento que pudiese tener el espectador respecto a la televisión “interactiva”.

Desde el mundo del videojuego, y este si me parece un precedente más relevante de mencionar, la reflexión en torno a la ilusión de control del formato interactivo se ha movido en una dimensión más profunda. The Stanley Parable (Davey Wreden, 2011), por ejemplo, lograba cuestionar la posibilidad del libre albedrío en el videojuego a través de la presencia de un narrador desconfiable que nos hace repensar la figura del programador como una deidad, un autor o una máquina, sin dejar respuestas claras al respecto.

Bandersnatch necesita, en cambio, referir a lo novedoso de su formato en cada escena. Con la corrección formal que posee la serie –además de algunos usos interesantes del CGI, Black Mirror presenta poca audacia audiovisual por lo general–, Bandersnatch busca profundizar el dialogo que la serie ha tenido con el videojuego presentando una versión limitada de su interactividad. Cada vez que la película te encarrila nuevamente en la dirección correcta, recordamos que su lenguaje es, sobre todo, el de una película lineal, a pesar de contener algunas ramificaciones. Si el formato híbrido busca abrir nuevos caminos narrativos, sus limitantes y diálogos terminan por crear una variación de la experiencia del visionado más apático. En Bandersnatch no estamos ante una reflexión del nuevo estatuto del espectador emancipado -ahora convertido en usuario-, sino ante un nuevo llamado industrial a la pasividad.

 

Nota comentarista: 3/10

Título original: Black Mirror: Bandersnatch. Dirección: David Slade. Guión: Charlie Brooker. Fotografía: Aaron Morton, Jake Polonsky. Montaje: Tony Kearns. Reparto: Fionn Whitehead, Will Poulter, Asim Chaudhry, Craig Parkinson, Alice Lowe, Tallulah Haddon, Jonathan Aris, Paul Bradley, Alan Asaad, Suzanne Burden, Jeff Minter. País: Reino Unido. Año: 2018. Duración: variable (90 minutos en la versión por defecto).