Al otro lado del viento (1): El monstruo sagrado

Después de cuarenta años de espera, como un largo alumbramiento que tuvo amagues de aborto, al fin podemos ver la “última” película de Orson Welles. Mucho se dirá -y se ha dicho- de la verdadera autoridad que el director tuvo sobre su obra, pero en particular Al otro lado del viento significó (¿cuándo un proyecto de Welles no lo fue?) una película llena de dificultades, apuros y contrariedades que fueron retrasando su lanzamiento. Haciendo de la necesidad virtud, Welles utilizó esas interrupciones en la filmación como inspiración para desplegar nuevas y posibles direcciones a una historia que ganaba en complejidad. Lo que hemos recibido desde la plataforma de Netflix hace un par de semanas es el fabuloso esfuerzo por reconstruir lo que Welles dejó inconcluso para acercarse lo más posible a lo que él tuvo en mente al momento de morir. Desde luego, habrá opiniones de lado y lado: algunos dirán que se traicionó el espíritu conceptual del filme, otros preferirían haber dejado Al otro lado del viento como un proyecto inconcluso, guardado en las bodegas de París. Lo único cierto es que hemos visto algo inmensamente superior al mamarracho que Jesús Franco realizó con Don Quijote, otra película inacabada de Welles que mereció mejor suerte en términos de montaje y edición.

Innumerables especulaciones se han dado sobre las razones que debilitaron la relación de Welles con Hollywood: su indisciplina, un temperamento que entró en directa colisión con los intereses de un sistema de estudios que buscaba ante todo el rédito comercial, su falta de habilidad política para congeniar con la industria, su autoconciencia de genio, patente endilgada desde muy joven que se volvió un estigma que no pudo ni quiso corregir hasta al final de sus días. Lo único cierto es que su exilio voluntario a Europa se ha vuelto un gesto saturado de significaciones que alimentan al mito tanto como lo vacían de sentido, alejándonos de lo más importante, sus películas. Porque -no hay que perderse- en medio de la marea de información y bullicio propio de nuestros días, nos olvidamos que si hoy hablamos de Welles no es por sus disputas largamente documentadas sino por la materia audiovisual que emanó de su ingenio y que lo volvió un artista perenne. Por su vivacidad inagotable, por expandir los límites de lo narrable en base a una ética arraigada en el riesgo y en una voluntaria orfandad. Lo demás es ruido, habladuría ociosa.

The-Other-Side-of-the-Wind

Lo primero que impresiona de Al otro lado del viento es su rigidez dramática, aristotélica y, a la vez, su amplitud simbólica, estallando en distintas direcciones y niveles. A excepción de las escenas iniciales y finales, todo ocurre en un solo lugar: la casa en Beverly Hills del director Jake Hannaford (un portentoso John Huston). En ella se celebrará su cumpleaños y también se exhibirán escenas de una película inconclusa de su autoría. Se trata de “The Other Side Of The Wind”, una especie de obra experimental y “abierta” que cuenta la historia de un joven que va en búsqueda hipnótica, obsesiva, de una mujer esquiva y peligrosa. Welles plantea desde el comienzo un juego alternado de filmes que dialogan, se atraen, discuten y repelen. Puede que la película que se exhibe en la casa de Hannaford sea una burla al cine del venerado Antonioni, o tal vez sea una suerte de secreto homenaje al cine europeo de los sesenta. No hay marcas que atestigüen uno u otro camino. Lo único cierto es que esta suerte de montaje dialógico entre el filme que vemos y la película que vemos ver sirven para que Welles haga un prodigioso alarde de las capacidades expresivas del cine y de sus múltiples posibilidades.

En una famosa entrevista realizada a los hermanos Maysles en 1966, Welles se refirió a la idea central que regía a Al otro lado del viento: más allá de las referencias coyunturales en la que progresaría el filme, se trataba de un grupo de personas “que reciben impresiones, de impresiones de impresiones. Como si hubiera miles de espejos reflejándose hasta el infinito”. Allí, en ese territorio de exploración y lucidez, Welles despliega todo su potencial creativo para jugar con las alternancias narrativas y visuales que ocurren al ver una y otra película, unido al efecto de integrarlas en una sola imagen unificadora. Por una parte, la celebración que se torna ocasión sombría para un ajuste de cuentas entre los asistentes a la velada; por otra, la yuxtaposición de un filme sin diálogos y en constante fuga de la realidad. En un extremo, el banquete en las colinas de Hollywood filmado como si fuera un documental frenético en donde todos están siendo vampirizados por diversas cámaras en tiránica disposición, todo expuesto a la luz de las recriminaciones y el humor soez y afilado de diversas generaciones en pugna. En el otro extremo, una película armónica, exquisitamente erótica, aérea, moderna, poética, un placer para la vista y los sentidos, reflejos interminables de una realidad en expansión. Así y todo, entre una y otra película hay un diálogo virtual, perturbador, no del todo evidente: la imposibilidad de escapar del filme, como si nada ni nadie pudiera burlar el acoso de ser visto, registrado, aprehendido. De la imposibilidad de desertar de ser exhibido como composición visual de otro ser invisible y próximo. En esa superposición de imágenes y estilos hay una cárcel.

Other-Side-Of-The-Wind

En este sentido, como Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) o The Bad and The Beautiful (Vincente Minnelli, 1952), Al otro lado del viento pertenece a esa clase de películas que tratan la ilación endogámica, asfixiante e irreal en donde la fábrica de los sueños de Hollywood se trastoca y mezcla con las pesadillas más ominosas. Welles ha hecho su personal Mulholland Drive (David Lynch, 2001). Como en Shakespeare, y en toda su obra, Al otro lado del viento también es la historia de una traición, de una amistad mancillada y malograda por la arrogancia del poder. Entre Mannaford y su discípulo Jake Otterlake (Peter Bogdanovich) hay un relación lejanamente homoerótica y filial, de silencios cómplices que transitan hacia una premiosa y dolorosa hostilidad. Distorsionada por la ficción o no, en esos personajes vemos la trasposición lógica de la amistad de Welles con Bogdanovich en la vida real. Lo inquietante es la prognosis que veladamente sugiere el filme como una señal turbia: como Jack Mannaford lo hace con Otterlake, asimismo Welles le entrega a su joven discípulo una suerte de maldición, un estigma, un tatuaje invisible del cual nunca podrá escapar.

Muchas más cosas se pueden decir de Al otro lado del viento. Las múltiples referencias cinéfilas y las sucesivas connotaciones a las que recurre como señales que dialogan entre sí y con el espectador. La presencia de los espectros como imagen física (las “negativas” y perturbadoras presencias de John Dale y Oja Kodar), así como símbolos que rebasan la pantalla al ver esa procesión de muertos que vuelven a la vida cuarenta años después de ser capturados por las cámaras. Por sobre todo, Al otro lado del viento es la expresión final de Welles como un artista en constante inquietud, disconforme, intuitivo y en plena capacidad para utilizar la pantalla como un lienzo desde el cual propagar sus personales invenciones. Entre la absolución y la condena, entre la asimilación y el rechazo, la visión expansiva y arriesgada del cine de Welles permanece vigorosa y perdurable más allá de su propio mito. Un cine que se recrea en lidiar con los despeñaderos de lo filmable y lo audible, en constante mutación.

 

Nota comentarista: 10/10

Título original: The Other Side of the Wind. Dirección: Orson Welles. Guión: Orson Welles, Oja Kodar. Fotografía: Gary Graver. Edición: Bob Murawski, Orson Welles. Música: Michel Legrand. Reparto: John Huston, Peter Bogdanovich, Susan Strasberg, Oja Kodar, Joseph McBride, Robert Random, Lilli Palmer, Edmond O'Brien, Mercedes McCambridge, Cameron Mitchell, Paul Stewart, Peter Jason, Tonio Selwart, Howard Grossman, Geoffrey Land, Norman Foster, Dennis Hopper, Gregory Sierra, Benny Rubin, Cathy Luvas, Dan Tobin, George Jessel, Richard Wilson, Claude Chabrol, Stéphane Audran, Henry Jaglom, Paul Mazursky. País: Estados Unidos - Francia - Irán. Año: 2018. Duración: 122 min.