1917 (1): El tiempo por sobre la realidad

Para 1917, con la cinematografía a cargo del incombustible Roger Deakins, la decisión obtiene justificación en fundir la perspectiva de la cámara, y por tanto de nosotros espectadores, con las peripecias de los soldados en su misión. No vemos, tampoco oímos más que ellos. Sentimos la extensión de la trinchera mientras los personajes la recorren, la claustrofobia del búnker cuando se ven obligados a atravesarlo sin saber qué habrá a la vuelta de la esquina. La tensión, si bien algo amplificada por un uso a ratos poco sutil de la banda sonora, se va construyendo en la medida que los planos van progresando. La faena, en cuanto a su ejecución, no admite dobles lecturas: se trata de un virtuosismo fotográfico difícil de empatar, en especial la secuencia nocturna, iluminada con bengalas y una iglesia en llamas, lo que probablemente se convierta en un referente para futuras producciones que busquen objetivos similares.

Una de las discusiones cinematográficas más antiguas tiene que ver con la relación entre el montaje y la llamada “impresión de realidad”. En qué medida el ensamblaje de planos, la construcción de una unidad temporal a causa de la sumatoria de fragmentos puede, o no, expresar de mejor manera una sensación similar a la vivida, experiencial. El debate se reactiva cada vez que una película hace uso -a veces abuso- de procedimientos fílmicos que ponen en evidencia la potencia y complejidad de la continuidad carente de cortes. Los llamados planos secuencia, single shots, u otros apodos, atraen las miradas no solo por la intrincada coreografía que demandan, sino porque hacen eco de algunas de las primigenias suposiciones de la representación cinematográfica: hacer sentir la realidad al espectador. El testimonio lo toma en esta oportunidad 1917, dirigida por el galardonado Sam Mendes, filme sobre la peligrosa misión de dos soldados ingleses en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, que en su integridad, cuenta con dos masivos planos, estructurantes de su duración.

A través de un despliegue visual impresionante, la película cuenta la historia del cabo Blake (Dean-Charles Chapman) y su amigo el cabo Schofield (George MacKay), quienes son interrumpidos en un momento de calma detrás del frente de batalla. Todo indica que el Ejército Alemán se ha retirado, pero vistas áreas dan cuenta de lo que parece ser un retroceso táctico, una trampa. A los jóvenes cabos se les otorga la peligrosa misión de atravesar territorio enemigo para llegar a otro batallón del Ejército Inglés, antes que inicien una ofensiva destinada al fracaso, poniendo en peligro la vida de miles de soldados. Las facciones inglesas están separadas por algunos kilómetros de distancia, los que Blake y Schofield tendrán que atravesar sin saber si los alemanes se han ido del todo o qué trampas pueden esperarles, antes del amanecer del día siguiente, para cuando está programada la carga. La escala amplia y patriótica de la tarea, se funde con una más íntima, en la medida que el hermano mayor de Blake es uno de los condenados a la matanza.

En años recientes, gracias a ciertos avances tecnológicos que hacen factibles determinadas producciones, películas de acción y de guerra han sido receptáculos idóneos para la práctica inmersiva del plano secuencia. El mexicano Emmanuel Lubezki es uno de los directores de fotografía que mayores aplausos ha recibido en la materia, en particular por su trabajo junto a Alfonso Cuarón, con Los hijos del hombre (2006) y Gravedad (2013); y Alejandro González Iñárritu en El renacido (2015) y Birdman (2014), que si bien se aleja temáticamente de las anteriores, salta a la vista por generar la ilusión de que la película completa es un solo y gran plano. Ejemplos de estos podemos encontrar a montones en la historia del cine -e incluso en la televisión con el auge contemporáneo de las series- donde incluso el filme anterior de Mendes, Spectre (2015), abre con un complejo seguimiento de James Bond por una plaza de Ciudad de México, en medio del día de los muertos. Cada uno de estos esfuerzos puede medirse en su propio mérito. Lo cierto es que para todos los casos, hay una pregunta que se hace inevitable: si el ejercicio ofrece rendimientos visuales o narrativos, u opera únicamente como un comodín técnico, un valor de producción contundente pero en términos profundos, insignificante.

Para 1917, con la cinematografía a cargo del incombustible Roger Deakins, la decisión obtiene justificación en fundir la perspectiva de la cámara, y por tanto de nosotros espectadores, con las peripecias de los soldados en su misión. No vemos, tampoco oímos más que ellos. Sentimos la extensión de la trinchera mientras los personajes la recorren, la claustrofobia del búnker cuando se ven obligados a atravesarlo sin saber qué habrá a la vuelta de la esquina. La tensión, si bien algo amplificada por un uso a ratos poco sutil de la banda sonora, se va construyendo en la medida que los planos van progresando. La faena, en cuanto a su ejecución, no admite dobles lecturas: se trata de un virtuosismo fotográfico difícil de empatar, en especial la secuencia nocturna, iluminada con bengalas y una iglesia en llamas, lo que probablemente se convierta en un referente para futuras producciones que busquen objetivos similares.

Las luces y sombras de esos fragmentos resumen el núcleo de la propuesta, la entrega de unos personajes al ambiente más hostil que se pueda imaginar, enfrentados a lo desconocido, a un paisaje que cambia constantemente, y para peor, como si de una película de terror o de muertos vivientes se tratase. Cada paso que los protagonistas toman puede ser el último y para ello el esquema de la toma continua ayuda bastante. Instala el temple de la narración, maneja los tiempos sin suspenso, sino más bien con efectiva brutalidad.

Ahora bien, ante la pregunta por el tiempo, y su “realidad”, el filme presenta ciertas contradicciones que se vuelven interesantes. El relato no está basado en hechos reales -sino que en historias contadas por el abuelo del director cuando era niño-, los nombres son ficticios y, sin embargo, el armado descansa en crear esa sensación de veracidad. Por un lado, la lógica del plano secuencia obliga a pensar la progresión dramática lo más cercana posible a una experiencia vivida tal cual; nos demoraríamos esos mismos pasos en cruzar la “tierra de nadie” entre trincheras enemigas, tanto tendríamos que correr para escapar del avión alemán que se precipita hacia suelo, y así. Pero por otro, la construcción de diversos sets estaba definida no por precisión histórica sino por guion, es decir, para abarcar las distancias y duraciones exigidas por los diálogos, por la información necesaria de entregar en cada segmento, o de lo contrario, los personajes caminarían en silencio, sin nada que aportar. Es como si la voluntad de realidad de la obra estuviera determinada y solamente pudiese alcanzarse a través de su absoluto cálculo y artificialidad.

Esta dualidad puede evaluarse de manera pesimista, en términos de manipulación y efectismo, o de forma más optimista, en tanto que abraza uno de los principios originales del cine como máquina de fantasías, instalándonos con verosimilitud en un mundo que de lo contrario sería imposible. Tiendo a inclinarme por la segunda, perdonando forados en la construcción de personajes o la representación de las gestas militares, cargadas de una masculinidad a ratos agotadora, pero que es contundente en la creación de una experiencia, en la explotación de sus principios y recursos. No es el tiempo verdadero de la guerra, el que está comprimido para su traspaso al soporte fílmico, cosa que vemos en lo rápido que se quita el polvo de los trajes o se seca la ropa de los soldados. Sam Mendes esculpe, usando la clásica imagen de Tarkovsky, un filme que trae aire a la representación bélica, alejándose del caótico registro a mano alzada, construyendo una fábula que no pierde tiempo en argumentar sobre las diatribas del conflicto, la crueldad de la guerra y sus repercusiones en los individuos y la sociedad. Intenta mostrar todo aquello de manera sintética, en una carrera contrarreloj, que solo va hacia adelante, arrastrándonos consigo al ritmo de su propio y exclusivo tiempo.

 

Título original: 1917. Dirección: Sam Mendes. Guion: Sam Mendes, Krysty Wilson-Cairns. Fotografía: Roger Deakins. Montaje: Lee Smith. Música: Thomas Newman. Reparto: George MacKay, Dean-Charles Chapman, Mark Strong, Richard Madden, Benedict Cumberbatch, Colin Firth, Andrew Scott, Daniel Mays, Adrian Scarborough, Jamie Parker, Nabhaan Rizwan, Justin Edwards, Gerran Howell, Richard McCabe. País: Reino Unido - Estados Unidos. Año: 2019. Duración: 119 min.