¿Qué sería una novedad en cine?

No se trata de enjuiciar o querer restringir la palabra, sino de pensar este modo de relacionarse con la urgencia: ¿no habrá una suerte de ansiosa figuración narcisista en el gesto de levantar la mano frente a cada oportunidad? Hay que ligar entonces la urgencia y la omniopinión a las dificultades que el campo entraña, la necesidad de una permanente renovación de las visas del reconocimiento en tiempos de una escritura que se vuela con liviandad, implicando la producción eterna de un estar antes que nadie, haber ya dicho, anticipación de futuro y de los demás.

A veces lo que se busca en la escritura que comenta el cine es el hallazgo en la producción reciente de los elementos que les conferirían a ciertas películas (o a ciertos “gestos fílmicos”) un carácter de novedad. Pero como si fuera algo no resuelto, estas conversaciones tienden a entrar en una dialéctica que hace voltear el cuestionamiento de las obras a un cuestionamiento sobre la escritura misma, una retracción a los modos y categorías de evaluación que resulta inevitable.

Habría que partir esclareciendo el espacio de escritura. De entrada, constatar que el campo del cine (en Chile) es un campo extremadamente estrecho. Basta que un actor ingrese a este espacio para encontrarse con los nodos más densos de esta red en poco tiempo. Por tanto, la discusión y los consensos aparecen en él como sobre una explanada con recovecos, donde se plantea una lucha por recursos escasos, ya sea por el financiamiento, ya sea por el reconocimiento (que podrá capitalizarse para asegurar ese financiamiento). Se trata entonces de un espacio vivo, estrecho, intenso.

No sería de extrañar que en esta clase de espacios las opiniones de los actores que se ubican desde la crítica tiendan a una intensificación, a constituirse como sensibilidades extremas o especializadas, en la medida en que dar pruebas de competencia en la detección de singularidades será signo de poseer un secreto poder previsor de la tendencia y aquella se construye como el final del arcoíris. En algún momento entonces, el argumento crítico, a pesar de la honda consideración estética, comparativa o histórica, deberá pasar por esa suerte de silencio que es la palabra hueca (“búsquedas”, “aproximaciones”, “texturas”, yo mismo diciendo “gestos”), sin cumplir otra función que señalar ahí la sensibilidad del mismo crítico/a, naturalizada ahora como posesión de un saber crudo sobre el tesoro de las obras.

Pero se trata de un saber imposible de enunciar, un límite en el que deja de tratarse de la conversación para entrar en la maña silenciosa (o en la escucha atenta, pero sin necesaria replica) de aquella persona que profundamente entusiasmada tiene algo por decir; lugar donde el disgusto o gusto se encuentra amarrado a una corporalidad reactiva que decanta en un semblante y, por lo tanto, de nuevo, resulta imposible de decir. Quizás el cuerpo sabe algo de la época que produce las obras que la palabra no y, por otro lado, sin cuerpo, ¿qué placer quedaría para el amante-de-las-películas devenido reflexivo?, ¿qué posibilidad de decir algo que no sea iniciado en una reacción estomacal?

Por lo mismo, aquí llegamos a ese momento donde si bien hay mucho que se dice de las obras, escrituras o hablas, el espacio público no le corresponderá con la discusión abierta o la conversación amable (como ocurre en el comentario de la fanaticada), sino que se irá cerrando en círculos privados de intercambio, cercos siempre renovados de entendidos que tratan de conjurar así la disolución de sus corazonadas en la multitud democrática para arrojarla a la corroboración de las y los amigos.

Un sector de este campo se presenta por ello como altamente autorreflexivo. Descontando a aquellos actores que construyen su posición en el mismo como una participación en la cresta de una oda modal, escrituras consagradas o esa suerte de fans de vanguardia que se intersecta con el comentario del periodismo de espectáculo; el espacio crítico que se da a si mismo los signos de la seriedad (quizás, de la seriedad de la universidad) es presa necesaria de una melancólica autoflagelación, que se expresa en la profusa generación de discurso sobre esta forma de escritura. Sadismo que, cómo no, tiene mucho de exhibicionista, dado que su resorte fundamental es la urgencia de la palabra, el irresistible influjo de tener una opinión sobre cada novedad. No se trata de enjuiciar o querer restringir la palabra, sino de pensar este modo de relacionarse con la urgencia: ¿no habrá una suerte de ansiosa figuración narcisista en el gesto de levantar la mano frente a cada oportunidad? Hay que ligar entonces la urgencia y la omniopinión a las dificultades que el campo entraña, la necesidad de una permanente renovación de las visas del reconocimiento en tiempos de una escritura que se vuela con liviandad, implicando la producción eterna de un estar antes que nadie, haber ya dicho, anticipación de futuro y de los demás.

Es necesario obviar los elementos “materiales-objetivos” de la circulación de las obras, los elementos financieros, las productoras y distribuidoras que administran la novedad en función del retorno de inversión, o la dependencia del festival internacional y nacional como modalidad de consagración, círculo de retroalimentación que se dibuja entre el espacio de los productores de obras y los productores de tendencia; para preguntarse cómo es posible detectar un movimiento en el conjunto de las obras, un movimiento de la sensibilidad, un movimiento que dibuje una novedad sobre el horizonte. O más bien, que la vea con el rabillo del ojo mientras se le viene cayendo encima a aquel horizonte de expectativas. Se trata de percibir lo efectivamente nuevo, aquello que en el presente es el signo de un futuro, corriendo el riesgo de que ese signo ya haya pertenecido muchas veces al pasado (y no faltará otro dispuesto a indicarlo).

El señalamiento de la novedad abunda en el cine. La figura del “estreno” supone la donación de un aura a cada película y frente a esto el gesto crítico será cercano al psicoanalítico: mostrar en lo nuevo la vida de lo viejo; en lo que aparece separado, su conexiones materiales; en lo que despierta un goce secreto, la operación de una repetición mortífera. Por tanto, mi gran inquietud corresponde a cómo identificar en lo repetitivamente nuevo, la novedad. Esto pareciera estar destinado a mostrarse en el ámbito de los “recursos” de cada obra. Casi por contraste, la detección de un recurso que comienza a repetirse, en un gesto en el que puede leerse la estandarización de la mirada (el plano secuencia, el busto parlante, una cierta toma, etc.), nos remite a que la tradición se decanta en el cine como una forma de ver que comienza a reposar en una tranquilidad imperturbable (o la perturbación incomoda de lo que ya se ha visto, en la mirada de la crítica). En última instancia, ver algo nuevo tendría que ser, por definición, no poder verlo, tanto en el sentido de no soportar verlo como de no estar presente aún en la constitución de la mirada, aquella superficie que podría inscribir esa novedad.

Encontrar algo nuevo en cine tendría que ser pensado quizás como una modalidad de ponerse más allá del ojo/oído que no puede ver/escuchar, una forma de disponerse a percibir las orillas de lo imperceptible. Capacidad que nos remite de vuelta al misticismo del estómago iluminado, pero ahora situado en una escritura humilde, una escritura dispuesta a banalizar los valores que han reconocido a su persona como voz autorizada, para entregarlos al señalamiento arriesgado de un trozo de película que no ha logrado ser digerido. Y nada nos asegura que sea nuevo o que se trate simplemente de un ignorante malestar estomacal.


*Originalmente escrito como un inicial esclarecimiento personal en mi blog personal: https://cvegces.medium.com/