La Mirada de los Comunes. Michael Haneke: La violencia de la forma

Haneke configura una crítica de Hollywood basada en la capacidad que tiene el cine de influir en la experiencia colectiva de los pueblos: Hollywood, a diferencia del cine, adormila a sus espectadores a través de la estrategia de distraerlos, de entretenerlos. Como contracara, Haneke refiere a Sergei Eisenstein y a Leni Riefenstahl. Los maestros de la propaganda, sin embargo, nos demuestran que no toda forma de interrupción del adormilamiento es deseable. En este punto Haneke exhibe que el cine como shock le interesa en la medida en que desbarate lo que denomina la “dictadura del dinero”. Se pregunta: «¿Es acaso lo mismo manipular que comunicar?». Con esta pregunta separa las aguas, dejando del mismo lado a Hollywood, a Riefenstahl y a Eisenstein, con el fin de defender un cine del choque que permita sacudir la experiencia de los espectadores. Si Haneke supone que hay comunicación (no manipulación) entre el artista y sus espectadores, entonces concibe al cine como la forma de esa relación. El cine puede ser el arte de despertar sin manipular.

En su discurso de agradecimiento por el premio Príncipe de Asturias del año 2013, Michael Haneke relató su encuentro con las Pinturas negras de Goya en el Museo Nacional del Prado. Cuenta Haneke, frente a los reyes de España, que entró al salón para sentirse absorbido por las pinturas. Temblaba y no se podía sostener en pie, tanto que tuvo que salir de la sala para tomar aire. Pronto, cuenta, se hizo de ánimos para volver a entrar con una emoción provocada por el recogimiento que le provocaba la obra de Goya. El cineasta, mediante el relato de esta experiencia, opone su manera de comprender el cine a ese truco mercantil reunido bajo el nombre de Hollywood: mientras hay un cine que busca producir una experiencia conjunta con el espectador en la que la obra lo absorba, el cine mercantil estadounidense sólo busca como efecto vender los boletos de un espectáculo de variedades.

La distinción con la que Haneke agradece el premio a los reyes de España se inserta en una tradición iniciada por Walter Benjamin. En su ensayo de 1936 sobre la obra de arte, Benjamin sitúa al cine en lo más alto de lo que él denomina la estética, entendida como el campo de percepción de la experiencia. Argumenta Benjamin que el cine consigue interrumpir el letargo, destruyendo la línea recta que configura la percepción distraída de las masas. Con un tono prospectivamente hanekiano, Benjamin escribe: «Distracción y recogimiento están en una oposición que permite la siguiente formulación: quien ante la obra de arte se recoge se sumerge en ella; penetra en esta obra como cuenta la leyenda que le ocurrió a un pintor chino que contemplaba su cuadro acabado. En cambio, la masa distraída sumerge por su parte la obra de arte en sí; la rodea con su oleaje, la envuelve con su marea». Este movimiento de distracción y recogimiento es lo que Haneke presenta como dos modos de comprensión del cine: uno, el hollywoodense que se aprovecha de las masas que requieren distraer la mirada de su experiencia cotidiana a fin de consumir algo que satisfaga su ansiedad; otro, que piensa el cine, en tanto modo de producción, como una relación entre quienes comparten una experiencia común.

Haneke configura una crítica de Hollywood basada en la capacidad que tiene el cine de influir en la experiencia colectiva de los pueblos: Hollywood, a diferencia del cine, adormila a sus espectadores a través de la estrategia de distraerlos, de entretenerlos. Como contracara, Haneke refiere a Sergei Eisenstein y a Leni Riefenstahl. Los maestros de la propaganda, sin embargo, nos demuestran que no toda forma de interrupción del adormilamiento es deseable. En este punto Haneke exhibe que el cine como shock le interesa en la medida en que desbarate lo que denomina la “dictadura del dinero”. Se pregunta: «¿Es acaso lo mismo manipular que comunicar?». Con esta pregunta separa las aguas, dejando del mismo lado a Hollywood, a Riefenstahl y a Eisenstein, con el fin de defender un cine del choque que permita sacudir la experiencia de los espectadores. Si Haneke supone que hay comunicación (no manipulación) entre el artista y sus espectadores, entonces concibe al cine como la forma de esa relación. El cine puede ser el arte de despertar sin manipular.

Esa relación entre los que producen imágenes y los que las miran se puede dar de diversas formas. La de Haneke es una forma violenta. Se lo suele comparar con su antípoda: Quentin Tarantino no vacila en filmar escenas sangrientas, en las que la violencia es una cosa, una sustancia que puede ser definida y filmada con detalles. Por eso, Tarantino puede usar todo el aparato hollywoodense a fin de poner una esvástica sangrienta en la frente de los jerarcas nazis, electrocutar y desmembrar a la secta que asesinó a Sharon Tate, o poner una bomba en la cabeza de los esclavistas del sur de Estados Unidos. Lo que a Tarantino le interesa, a diferencia de Haneke, es filmar la violencia, hacerla consumible y vendible. Por su parte, Haneke no filma la violencia, porque no la entiende como una sustancia, sino como una forma. Esto significa que, al comprender el cine como una relación entre artistas y espectadores, la forma de la relación será violenta. Eso es lo que ilustra la anécdota popularizada a propósito de su primera versión de Funny Games (1997). Cuando Anna consigue escapar de sus torturadores, toma la escopeta y le dispara a uno de ellos, el otro busca descontroladamente el control remoto. Cuando lo encuentra, rebobina la película mirando a los ojos a los espectadores. Rebobina la película y todo vuelve hasta el momento en que Anna está a punto de escapar, pero los torturadores lo impiden esta vez. ¿Para qué seguir viendo la película, llegado este punto, si ya sabemos que la familia no tiene escapatoria de la muerte? Si ya conocemos de antemano el final, ¿para qué sirve el cine si ya no sirve para asombrarnos? Hay quienes sugieren que con esto Haneke busca demostrar la actitud morbosa intrínseca a cada ser humano, pero lo que hay de fondo es otra cosa: Haneke piensa el cine como un modo de producción que, por una parte, pone en crisis el modelo de mercantilización del arte (si el final ya está claro, ¿para qué pagar por ver este espectáculo?); por otra parte, piensa el cine como una forma violenta de poner en relación a un público con la obra. Haneke persigue un efecto, el de la violencia, pero: ¿por qué la violencia?

El punto lo refuerza en Funny Games (2007), la versión estadounidense. Este filme contiene un conjunto de operaciones que nos permiten leer el lugar de la violencia en la obra de Haneke: el filme reproduce cuadro por cuadro, gesto por gesto, las secuencias ya filmadas una década antes, diferenciándose por el uso de los actores y actrices, como también por el campo de producción en que es filmada. Cambiar a la fallecida Susanne Lothar por Naomi Watts inserta al filme en otros campos de producción: repetir el juego de violencia doméstica con quien había sido la mujer de la que el King Kong de Peter Jackson se enamoró es una referencia formal a la violencia hollywoodense, ya que se pone en escena la relación entre una mujer frágil a la que un monstruo no lastima en lo más mínimo, junto con la descarga de sadismo que un par de jóvenes educados ejercen sobre una mujer fuerte. La actriz es la misma, la mujer es diferente, la relación es otra. Pero, ¿por qué la violencia? Haneke sostiene que el cine de Hollywood adormila a través del entretenimiento, suaviza las mentes y lija el pensamiento, con el fin de manipular a una masa de espectadores que se transforman en meros consumidores. La violencia, no como sustancia sino como forma, será la manera en la que el cine haga de su estética una política: será por la vía de la forma violenta, es decir de la relación comunicativa entre el arte y su pueblo, que se articule una comunidad. El dictum moderno del coraje de saber en Haneke toma el tono de una obligación: no se trata de atreverse a pensar por uno mismo, sino obligar a otros a salir de su esfera de distracción y entretenimiento para fundirse en el océano infinito del recogimiento sublime.

En La pianiste (2001) configura la forma de la violencia como una estructura sublime. No son violentos los golpes, ni las heridas que estos provocan, ni la sangre que las hace cicatrizar, sino que son violentas las formas: comprar un vestido, vivir con la madre, mirar pornografía, escribir cartas describiendo los escabrosos detalles de una violación, reprobar a una aprendiz de piano, interpretar a Schubert en lugar de Schönberg. Todas formas de violencia, entendida como la sustracción del elemento que ordena las relaciones: comprar un vestido no es violento, a menos que no sea un mero acto de consumo, sino una forma de rebelarse ante la autoridad patriarcal de la madre castradora; vivir con la madre no es violento, a menos que eso constituya una relación de supresión de la individualidad propia; mirar pornografía no es violento, a menos que eso signifique la anulación del otro como sujeto amoroso; escribir una carta con detalles pornográficos no es violento, a menos que anule el erotismo propio de las relaciones sociales; reprobar un estudiante no es violento, a menos que eso signifique destruir su relación con el objeto de pasión; interpretar a Schubert en lugar de Schönberg no es violento, a menos que signifique entablar una relación sexual prohibida según las reglas que el sujeto se autoimpone. Estas formas de la violencia cobran su mayor brillo en la relación entre el filme de Haneke y la novela de Elfriede Jelinek: mientras la Erika literaria se clava un puñal en el hombro sin lograr frenar el entramado de relaciones violentas que la constituyen; la Erika cinematográfica, en un gesto de violencia sublime, se sustrae del mundo, desaparece y se hace algo para sí misma, ya no depende de un mundo ni se dirige a algún lugar, sino que vive para sí la herida que se ha regalado. Haneke logra leer en Jelinek una forma violenta que trasciende la literatura y que toma su lugar en el cine: la violencia con que el lenguaje intenta reducir a los gestos.

Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages (2000) comienza con una secuencia de niños y niñas sordomudas: una de ellas está al frente, se agacha con rostro triste, como si algo la obligara a arrinconarse en una esquina. El resto de los niños empieza a adivinar qué está representando: ¿Soledad? No. ¿Escondite? No. ¿Gángster? Sonríe, pero no. ¿Mala conciencia? No. ¿Tristeza? No. ¿Encerrada? No. No aciertan y así se abre una serie de sketches que retratan relaciones violentas entre blancos y negros, entre ricos y pobres, entre niños y adultos, entre franceses e inmigrantes. Un ciclo de relaciones basadas en una forma violenta que se inaugura con el emblema de los niños que no consiguen descifrar el mensaje. Haneke pone en escena esa pregunta que formulará ante los reyes de España unos años después: ¿hay manipulación o comunicación? ¿Hay comunicación cuando el significado es impuesto, o más bien todo el cine de Hollywood, con su pretensión de mensajes claros y tramas resueltas, se basa en la opresión del pensamiento? Hay manipulación cuando no se acepta un no por respuesta, cuando no hay lugar para un código desconocido.

La teoría de la manipulación de Haneke cobra su sentido más explícito en Das weiße Band (2009), un filme tradicionalmente leído como el retrato de la antesala de las juventudes nacionalsocialistas. Lo que hace Haneke es, precisamente, poner en escena las relaciones violentas que constituían el origen del Volk alemán, no con el fin de justificar mediante una psicología de la infancia los crímenes del nazismo, sino como un ejercicio en el que ilumina el presente de nuestras prácticas: relaciones violentas dan lugar a la violencia. Esta misma tesis está en la base de su Happy end (2017): una familia burguesa que pierde toda su humanidad para depender absolutamente de los dispositivos electrónicos y las redes sociales. Los personajes de Happy end establecen sus relaciones, ya no con personas, sino con cosas: depositan sus deseos y rabias en sus celulares, sus masturbaciones y seducciones en sus laptops, y todas sus emociones se convierten en simples actos de distracción que no dan lugar a recogimiento alguno, ni ante el arte ni menos ante la muerte. Una de las escenas de apertura del filme muestra una grabación de celular en la que una niña le da antidepresivos a su hámster sólo para expresar su rabia ante el exceso de atención que reclama su madre. Haneke instala su pregunta: ¿cómo esperar la libertad si las formas de nuestras relaciones se fundan en la violencia? Ese hámster importa tan poco como el obrero que desaparece en el derrumbe de una obra en construcción: la encargada se queja por teléfono porque no podrá tomar un viaje a causa de ese accidente sin importancia, el accidente del derrumbe. Haneke insiste en el humanismo moderno por la vía inversa a la de los humanistas clásicos, preguntándonos: ¿cuál es el lugar del amor entre hermanos, en un mundo constituido por una forma violenta?

Amour (2012) reconfigura la pregunta por la relación entre amor y violencia: en un mundo fundado en la violencia matar a otro puede ser un acto de amor. No se trata de reivindicar la idea de la muerte como liberación, sino más bien de destacar y poner el énfasis en la posibilidad de reconfigurar nuestros conceptos. De lo que se trata el amor es de ponernos a disposición de otro, de servir como sea necesario, de estar dispuestos a transformar nuestra forma aún sin saber de antemano lo que podamos llegar a ser. Atreverse a ser para otros aún sabiendo que podemos desaparecer. La pareja de ancianos que protagoniza Amour pone en escena una forma del amor que se funda en la violencia, justamente, para superar la violencia: la violencia puede superar la violencia en la medida en que devuelva al mundo un significado, no el significado absoluto, sino un significado valioso para producir una relación con otros.

Nicolás Ried