La crítica como el arte de la amistad

A propósito del taller on-line de crítica de cine que los columnistas Ivana Perić y Nicolás Ried dictaran a partir del 2 de mayo, compartimos el prefacio de su libro "La mirada de los comunes. Cine, amor y comunismo" (ed. La calabaza del diablo, 2020).

El libro que aquí ofrecemos contiene una selección de las críticas de cine escritas entre julio de 2017 y septiembre de 2018 para la sección La mirada de los comunes del diario digital El Desconcierto. Sin embargo, cuando aquí nombramos “crítica de cine” a los textos reunidos no nos referimos a esa modalidad de la escritura mediante la cual son analizadas las escenas que conforman el argumento de una película, según estrictos criterios de técnica cinematográfica y estilo narrativo, para luego convertir el objeto de análisis en un producto consumible o no según la calificación que la película reciba. En otra dirección, pretendemos mostrar una manera de hacer crítica que se diferencia de aquella que presupone que las películas tienen una trama fija, relaciones preestablecidas y significados dados de antemano por quien la realiza. La crítica, sostenemos, es el arte de poner elementos en relación.

Los textos que aquí presentamos son, entonces, “críticas de cine” en un sentido lejano a las que produce ese viejo amargo de chaleco con cuello alto y pequeños lentes con cola de rata, de ojos sospechosos y un cabello delgado que se pega a la frente que conserva la inventada genialidad que dictamina las notas que recibe cada pieza analizada. La nuestra es, más bien, una crítica hecha por una amistad que se dio cuenta de un modo práctico que el cine es una máquina de gestos y figuras que permite el encuentro anecdótico entre aquellos elementos que no estaban relacionados antes de que el encuentro sucediera. Eso nos permite mirar el cine con otros ojos.

Nuestro encuentro anecdótico, personal, ocurrió hace ya algunos años, en el no tan caluroso verano de 2012. Tras algunos años discutiendo si acaso el cine es un modo de producción inherentemente político o no, nos enteramos de que uno de nuestros más admirados cineastas visitaría Santiago de Chile. Y no sólo eso: el cineasta había declarado de manera firme que el cine había muerto, lo cual evidenciaría mostrando una obra catalogada como “post-cine” en la Plaza de la Ciudadanía. El cineasta era el británico Peter Greenaway y la obra a presentar era Luperpedia, un espectáculo de mezcla de vídeos en vivo en el que desmontaba y volvía a montar algunas escenas de su trilogía más destacada proyectándolas en cinco pantallas. Lo interesante era que al día siguiente el cineasta daría una charla al terminar una de las tres películas que conforman dicha trilogía, llamada Las maletas de Tulse Luper. Nos preguntábamos cuál era la intención de Greenaway al desarmar la trilogía en nombre de la muerte del cine, siendo que al día siguiente se exhibiría en un pequeño cine del centro y para un público minúsculo la misma trilogía montada en el orden con el que fue concebida inicialmente. Las tres películas se exhibirían al mismo tiempo y, por razones de sentido común, elegimos ver la más larga, apostando porque la charla semisecreta se realizaría al finalizar esa función. Como debe ser, nos equivocamos y la charla fue después de la película más breve, lo que nos obligó a correr y llegar al cierre del discurso de nuestro profeta. En ella el cineasta británico confesó que su primera pasión fue la pintura y que, de alguna manera, el cine no era mucho más que pintar cuadros y añadirles música. Al saber esto de antemano, habíamos encontrado las páginas de una revista sobre cine cuyo número especial era sobre cineastas que fueron pintores en su juventud, entre los que se contaban Akira Kurosawa, Alfred Hitchcock, David Lynch y, claro, nuestro querido Peter Greenaway. Arrancamos las páginas donde aparecían dos pinturas suyas y se las llevamos al terminar la charla. Con un tímido inglés le pedimos que nos firmara las reproducciones de sus pinturas, a lo que nos respondió con un tono seco: «Where did you steal them from!?», que de dónde las habíamos robado. Nos quedamos parados con el rostro abierto de la impresión, pero rápidamente, con el pragmatismo característico de un inglés, nos quitó las láminas y las firmó sin despedirse. Luego de eso, nos fuimos a un bar a seguir conversando, pero ya no acerca de si el cine es un arte intrínsecamente político, sino si acaso sería cine lo que resultara de agregarle música a los cuadros que Greenaway nos autografió.

Greenaway, finalmente, nos entregó una nueva excusa para seguir encontrándonos y conformar, a la larga, aquello que llamaríamos una mirada común: el mirar cine más allá de lo que una película debe significar, usando cada imagen como una excusa para seguir un diálogo eterno. Justamente nos interesa esto, porque consideramos que uno de los máximos triunfos que el individualismo neoliberal ha construido durante las últimas décadas consiste en el distanciamiento de unos con otros, en la ausencia del diálogo que se diferencie del intercambio de información y en la limitación de usar los objetos del mundo como se nos dé la gana. Nos alejamos de la crítica que intenta imponer una lectura estandarizada de lo que un filme significa, como si hubiera significados pétreos debajo de cada obra; por el contrario, nos instalamos como conversadores, como aquellos que buscan una excusa para conversar, porque todos lo hacemos, y eso es político en un contexto en que cada cosa está mediada por el intercambio mercantilizado de la opinión, la tabulación de los contenidos y la imposición de la estadística. Ante el imperio de los números oponemos la resistencia de las palabras.

Así, tras la invitación que nos hiciera el periódico digital El Desconcierto para escribir “crítica de cine”, aceptamos teniendo como objetivo producir una forma de la crítica que no dependiera del cine de masas, de las calificaciones jerarquizantes, ni de las re-glas anti-spoiler. Los textos que escribimos -que han sido producidos conforme a la estricta práctica de una amistad militante- se presentan como un experimento de lo común, a la vez que como una escritura crítica en un sentido diferente del de aquellos que toman la palabra “crítica” para convertirse en los falsos profetas de un saber sobre las imágenes. Lo que hicimos no es más que seguir el principio del riesgo que sugiere el crítico gastronómico Anton Ego, del filme Ratatouille, tras probar los platos cocinados por el ratón Remy:

“La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos. Arriesgamos poco y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Prosperamos con las críticas negativas, divertidas de escribir y de leer. Pero la triste verdad que debemos afrontar es que en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica. Pero en ocasiones el crítico sí se arriesga cada vez que descubre y defiende algo nuevo. El mundo suele ser cruel con el nuevo talento. Las nuevas creaciones, lo nuevo, necesita amigos”.

Porque, insistimos, la crítica debe ser el arte de presentar nuevos amigos. El arte de las afinidades, de las alianzas y de la interdependencia colectiva. La crítica, en definitiva, no sirve si no hace más que diferenciar lo consumible de lo que no merece la pena ser visto; la crítica sólo sirve cuando muestra la comunidad que late entre todo lo que parece estar separado.

En el prefacio de su gran libro ¿Qué es el cine? el crítico y teórico francés, André Bazin, escribe que el arte de la crítica sólo vale la pena como un ejercicio de humildad. Por otra par-te, en el prefacio de su obra América Latina en 130 películas, el académico uruguayo, Jorge Ruffinelli, sostiene que la crítica de cine es un ejercicio de placer. Precisamente, ese lugar que está entre la humildad y el placer es desde donde escribimos: desde ese frágil y precioso parque que lleva por nombre amistad, desde el cual no nos hemos cansado de escribir.

Presentamos al lector una selección de los textos que escribimos en la sección La Mirada de los Comunes. Los textos están divididos en tres secciones: Cine, Amor y Comunismo.

La primera de las secciones reúne textos que presentan el pro-blema del cine como medio, como máquina de reproducción de imágenes y como forma de entretenimiento en un mundo donde reina el consumismo. ¿Es el cine un espacio política-mente relevante; o sólo es un instrumento para entretener a las masas? ¿Hay algo más en los blockbusters de Hollywood que explosiones, voluptuosidad y superhéroes que salvan Estados Unidos de una destrucción inminente? ¿Ha cambiado algo de ese sueño que tuvieron los hermanos Lumière al inventar el cinematógrafo? Son preguntas en torno a las que los textos de la primera sección discuten. La segunda sección trata sobre la presentación del amor en el cine, yendo por sobre el cliché del amor romántico. Por eso es que nos interesa menos la escena de un beso que la de un sacrificio, menos una escena apasionada que una conversación entre amigos. Y es por eso que la sección sobre el amor es la antesala de la tercera sección, sobre el comunismo, el cual no nos interesa como aquella fantasía partidista que llevará a un proletario a gobernar una sociedad sin clases. Nuestro comunismo es aquel que cualquiera puede ver en el cielo y leer las estrellas junto a otro, junto a cualquiera: es el comunismo del encuentro de cualquiera con cualquier otro, a propósito de cualquier cosa, una cosa en común que los convierte en iguales. Hay comunismo allí donde dos salgan de una sala de cine o cierren su notebook y decidan extender la película en una conversación sobre ella.

Las tres secciones se cruzan, porque hay algo de comunismo y amor en la cinefilia. Y eso es lo que nos gustaría pro-poner como modo de producción, que ya no piensa el cine como un objeto para eruditos ni tampoco como una simple actividad recreativa. En la dirección contraria, esta colección de textos que organizamos bajo los rótulos “cine”, “amor” y “comunismo” no son más que breves invitaciones a participar de esta práctica de asociar lo que en principio parece alejado tal como lo hace un filme, de rozar la indecibilidad del amor, y en definitiva, de jugar con las palabras, las imágenes y los tiempos en la exacta medida en que lo hace la política. Y es que desde la polémica que nos dejó instalada Peter Greenaway en su visita, nos hemos empecinado en ejercitar la crítica como si intentáramos formar una constelación atrapando “las estrellas que como lágrimas caen del firmamento jamás soñado de la humanidad”, que es precisamente lo que el filósofo italiano, Giorgio Agamben, llama comunismo y que nosotros sintetizamos en aquella mirada siempre provisional, siempre abierta que es la mirada de los comunes.

Ivana Perić & Nicolás Ried

Octubre 2019