Diálogos Exiliados (47): El altar de la amistad

Comisionado para realizar uno de los tantos films conmemorativos sobre los 200 años de la Revolución Francesa, Raúl Ruiz no respondió con épica, patriotismo ni relecturas históricas, sino con un teatral diálogo entre dos amigos —el rey Luis XVI y el arquitecto Pierre-André Pâris— acerca de lo humano, lo divino, lo político y lo estético. El resultado es menos una película que una especulación sobre ideas bajo perpetua revisión, discutidas en un plano que no es real ni ficcionado sino Ruiz, aventurándose como siempre al borde mismo de lo cinematográfico. 

El altar de la amistad (1989)

 

Quintín: Lo primero que dice Ruiz en su Poética del cine es que la escribió “pensando más bien en aquellos espectadores que disponen del cine como se dispone de un espejo, o sea, como instrumento de especulación y de reflexión, o como máquina para viajar en el tiempo y en el espacio” y no será de gran ayuda para los cinéfilos o los profesionales del cine”. Más allá de ese tono inconfundible de alguien que siempre se desmarca de lo que se espera de él, casi todo el cine de Ruiz que vimos hasta ahora va por ese lado y parece pedir una mirada que se aparte de lo convencional. Esta película es un caso límite de esa extrañeza con respecto al cuerpo principal del cine (incluyendo el mainstream, el independiente, el experimental y todos los demás), aunque muchas otras de sus películas también lo son. En primer lugar por una razón empírica: de El altar de la amistad solo existe una copia VHS o algo así, un telecine que tiene los diálogos desfasados y no hay subtítulos. Pero también porque hay que verla varias veces para empezar a conectar lo que en principio parecen innumerables partes disjuntas.

Alejandra Pinto: Hace unos días, cuando hablábamos de esta película —que, confieso, me costó mucho visionar— mencionamos que en esta ocasión hay otro acercamiento a la imagen. Algo que va más allá de contar una historia. El altar de la amistad requiere que nos saquemos los moldes de nuestras propias cinefilias, porque creo que en este momento, no estamos frente a una película propiamente tal, sino más bien frente a un objeto cercano a las artes visuales. Hay una materialidad en la pantalla que me hace pensar en otras obras que he visto, con el mismo tipo de búsqueda y ruptura de los límites. 

Christian Ramírez: Quizás haya que empezar diciendo que, al menos en este caso, Ruiz no parece querer contarnos” algo. Este conjunto de diálogos entre el rey Luis XVI y su amigo y confidente, el arquitecto Pierre-Adrien Pâris —aunque después se agregan otros interlocutores— no está diseñado para narrar una anécdota, más bien nos devuelve a esa vieja pasión que le detectamos al cineasta tiempo atrás: su fascinación por el mundo del iluminismo y la Enciclopedia; gente que discute de los más variados temas de una forma convivial y jovial. No hay conflictos personales de por medio ni tampoco situaciones dramáticas. Pâris tuvo el raro privilegio de ser quien diseñó el enorme espacio de graderías construido para el funcionamiento de los Estados Generales. Fue allí donde se proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre —el 26 de agosto de 1789— y que está aludida en los créditos de la cinta. Más tarde, Pâris supervisó el traslado de toda la estructura a los jardines de las Tullerías, precisamente el lugar donde años más tarde se decidió la muerte por guillotina del Rey, algo que sumió a nuestro arquitecto en una profunda crisis. Pero nada de eso tiene lugar” en el filme y no lo vemos en pantalla. La ironía de todo el episodio es tremenda, pero Ruiz no necesita mostrarnos eso. Y claro, esa actitud no es cinematográfica”, en el sentido más vulgar de la palabra.

P: Respecto a su interés por la Enciclopedia, creo que no es casual el inicio de la película: Vemos una mano que escribe algo que puede ser una carta —en realidad, es un inventario— y luego pasamos a un lento recorrido por una serie de libros ordenados en un estante. Hay uno de ellos que me llamó la atención, porque en su lomo aparece la palabra minotauro”. Comienza un juego, en efecto, laberíntico, en donde estamos dentro y fuera de espacios cerrados. Un palacio, un cielo azul, las rejas que protegen el castillo, hasta que finalmente nos encontramos con los dos personajes que citan más arriba. Hay diálogos entre ellos, pero nunca se miran directamente, se observan a través de reflejos, espejos que los deforman y volvemos a la idea de adentro y afuera del espacio. 

Q: La película no es cinematográfica en tanto se entienda al cine como un repertorio de costumbres establecidas, que es la idea que Ruiz intenta destruir en la Poética, así como en su práctica. Por otro lado, no sé si la película va para el lado de lo que se podrían llamar las artes visuales”. Más bien me parece un gran juego filosófico basado en la asociación libre en torno a un centro, que es el mundo en 1789, y que no es solamente el año de los Derechos del Hombre, sino el escenario de un teatro que incluye los Placeres del Rey (Menus Plaisirs du Roi, así se llamaba el departamento que se encargaba de producir las obras de teatro  y otras entretenciones para la corte que montaba Pâris), pero también la electricidad, la pintura, la relación entre Francia e Inglaterra, la matemática y la extraña idea de la Amistad tenían los hombres de fines del siglo XVIII. Como de costumbre, Ruiz hace digresiones de digresiones pero al final termina con un obra de teatro que se está por montar en Cergy-Pontoise, asociada con la Exposición Universal de 1900, donde había caníbales traídos de la Patagonia”. Estos caníbales sabios, sobre los que se preguntan los actores que hacen de Robespierre y el Rey Luis en la obra, recuerdan la vieja obsesión de Ruiz sobre los indios chilenos que aprenden latín y griego (y que ya vimos en El techo de la ballena). La película gira siempre en torno de personajes que se desdoblan, que son dobles, actores, representaciones y hasta hay una historia por la cual el ejecutado en realidad no fue Luis XVI sino Ricardo III, según un drama escrito por el propio rey. 

P: Hay algo ahí también a propósito de cómo se instalan esas representaciones. Ya hablamos de los espejos y los reflejos y nuevamente la figura del doble, pero también hay otra forma de distorsión de las imágenes a través de las proyecciones, que también son una forma de alteración visual. Hay pinturas que se reflejan en las caras de los personajes, escenarios que no existen, los protagonistas convertidos en sombras. A través de eso también se le quita el peso de la historia. Estos personajes son, a la larga, parte de la imaginería de aquella época. En los tiempos del Pequeño manual de historia de Francia ya estábamos aproximándonos a eso. 

Q: En toda la película hay un tono de burla, de desdramatización del momento más dramático de la historia de Francia, del momento en el que los actores se convirtieron en espectadores y los espectadores se convirtieron en verdugos, cómplices y víctimas de los actores”. Es como si Ruiz sugiriese todo el tiempo que la Revolución no fue más que una gran representación (una representación que se niega a aceptar que lo es) y de la que solo quedaron esos Derechos del Hombre, permanentemente violados pero también vueltos a enunciar a pesar de que el lugar en el que se sancionaron quedó convertido en una ruina que en la película aparece como una vieja casa pronta a ser inventariada para subasta. 

R: Viendo los episodios —y la forma en que Ruiz los ordena— es inevitable pensar que en cierto modo, película y realizador están operando en contra de los supuestos instalados por Rossellini y sus miniseries culturales de los años 60 y 70. A una década de la muerte de cineasta italiano y en vísperas de las celebraciones de los 200 años de la Revolución, ese subgénero gozaba de mejor salud que nunca, produciendo un puñado de gran material, pero también una montaña de porquería. Era una estupenda forma de producir con gran presupuesto y conseguir financiamiento de varias televisiones europeas, pero a la vuelta de los años el valor cultural de la mayoría de muchos de esos engendros es cercano a cero. Ruiz ya se había rebelado contra ello con su Pequeño manual de historia de Francia, en el 79; pero aquí lo ataca de frente. En cierto modo me recuerda otra película de ese mismo año: Dalla nube alla resistenza, de los Straub. Allí también se intenta un discurso episódico, también se despliega en formato de diálogo —de hecho, está basada en Diálogos con Leuco, de Pavese— y también hay un intento por zambullirse en serio en las lógicas y las costumbres del pasado. Esto no es televisión cultural, pero tampoco es exactamente cine histórico; no al menos en la forma en que lo entendían los estadounidenses y europeos de fines de los ochenta, ni menos los de ahora.  

Q: Creo que es en El juego de la Oca donde Ruiz hace decir a un personaje que no hay nada peor que una pesadilla didáctica. Y este cine que va en contra de la televisión cultural y de los breviarios históricos de Rossellini representa muy bien esa idea de viajar en el espacio y en el tiempo como modo de huir de la didáctica, como un intento de construir un cine desescolarizado, una aventura solitaria contra la tendencia cada vez más dominante en la sociedad de uniformidad y discurso único. En el fondo (permítanme el exceso y la obsesión) creo que si la hacemos viajar en el tiempo hasta nosotros, esta es una película contra las excesivas políticas de la pandemia.

R. Por otro lado, no dejo de pensar cuán aislado estaba Ruiz en ese período. Porque, la verdad, no veo (ni recuerdo) a nadie de esa “era paneuropea” pensando en esta dirección. Más todavía considerando que en su etapa post INA, mucho de lo que el hombre estaba filmando tenía una circulación aún más reducida que antes. Así como los filmes anteriores le debían su existencia al Festival de Teatro de Avignon o a la Casa de la Cultura de le Havre, aquí los convocados fueron la asociación de LAxe Majeur de Cergy Pontoise, un espacio de tres kilómetros de largo que comenzó a construirse en 1980 en las afueras de París y contemplaba una serie de monumentos, pasarelas, islotes, a lo largo de tres kilómetros de largo y que posee cierto trasunto de imaginería masónica. A ratos, semeja los lugares por donde pasean los personajes de la película. Me pregunto, de hecho, si L’Axe Majeur contiene —de hecho— uno de esos altares de la amistad de los que aún no hablamos… Se supone que esos altares fueron muy populares a fines del siglo XVIII: pintores los dibujaban, escultores los recreaban en mármol y un montón de gente los erigía, siempre en forma secreta, por ahí y por allá. El motivo artístico representado era muy simple: una figura femenina que, acompañada por dos querubines, decoraban un pequeño promontorio con guirnaldas y otras ofrendas simbólicas; una flecha, un corazón, una corona de laurel, en fin… Hay algo entre esotérico y desafiante al mismo tiempo, ahí.

Q.  En la película hay una escena en la que primero Pâris y luego Luis XVI (o sus dobles, aquí nunca se sabe) se confiesan sucesivamente con un cura. Pâris le dice al cura que hizo un juramento o una promesa de amistad y el cura le contesta que eso, en principio, no es un pecado. Pero luego, resulta que parte del juramento incluye la promesa de no revelar una parte de ese mismo juramento ante nadie. Y, aunque el cura no encuentra ningún pecado, no lo absuelve porque se niega a revelarlo todo. Hay en este asunto algo de la masonería, de religión laica contraria a la Iglesia, de la que hablaba Ramírez más arriba. Pero creo que es mejor este tema para la segunda vez que pasemos por aquí. Después de todo, esta es una tarea infinita. No sé qué piensan ustedes.