Diálogos Exiliados (15): Las divisiones de la naturaleza

Para todos los efectos, el aporte de Ruiz a la serie de TV "Un hombre, un castillo" es la primera instancia en que Raúl firma una película como Raoul. ¿Se trata del momento de la conversión? Para nada: mucho del Ruiz que ya conocíamos está presente aquí, en los treinta minutos que dedica su film a observar en forma detenida, reflexiva y también ficcionada el castillo de Chambord. 

Las divisiones de la naturaleza (1978)

 

Christian Ramírez: Parto diciendo que, de lo que pude indagar, esta es la primera película que Ruiz firma como Raoul. Y creo que, por lo mismo, vale la pena preguntarse quién es, exactamente, este Raoul con O. ¿Es la adaptación pragmática de un Ruiz que se integra así al mercado francés? ¿O es una figura especular, una suerte de otro que una vez instalado como director bajo contrato del INA toma la posta dejada por el personaje anterior, con U?

Alejandra Pinto: Es un otro. Hemos estado asistiendo a sus juegos dobles desde el principio y, ahora, el director se hace cargo… se hace carne, en realidad, con esa idea. La primera vez que conversamos con Q sobre la posibilidad de hacer estos diálogos exiliados, salió el tema del cambio de nombre y, personalmente, me interesaba ver si había alguna diferencia entre Raúl y Raoul. Y la hay. En esta película hay una visión mucho más trascendental, hasta espiritual, de lo que nos está mostrando. Ruiz se nos aleja de lo actual, se sumerge en los grandes problemas de la historia y hace una revisión acerca del sentido de la presencia misma del ser humano. Creo que es la primera vez que hablamos de la dualidad del hombre que se convierte en dios. Por otro lado, pienso en esto y se me aparece insistentemente una imagen que me persigue desde que empezamos a hacer estos diálogos: El funeral de Ruiz, con la cámara sobre Catherine Deneuve llorando. “¿Quién es este señor, qué significa para el cine?” me pregunté en un momento en que Ruiz todavía no me importaba como me importa hoy. Ahora, creo que ese también era otra figura, una distinta a la que una puede llegar a conocer. 

Quintín: Yo tengo una idea que no es contradictoria sino tal vez complementaria. Me parece que Raoul es un heterónimo de Ruiz, así como Raúl es otro. Quiero decir que Ruiz se parece a Pessoa, que es una especie de médium a través del cual hablan distintos artistas y que su discurso está atravesado por un enjambre de discursos ajenos que se mezclan y se superponen. Hay un momento de esta película en la que (según un supuesto texto de Fichte que probablemente haya escrito Ruiz) el Espíritu le pregunta al Yo si la mente puede concebir dos imágenes al mismo tiempo y, por supuesto, uno piensa en el cine y la capacidad de superponer planos distintos. Pero también es una alusión al modo de pensar de Ruiz, donde siempre hay discursos que se solapan, que se interpelan mutuamente. Es posible que Ruiz haya decidido dividirse entre Raúl y Raoul, pero también en muchos otros cineastas posibles como si, finalmente, su propia figura de autor desapareciera entre sus heterónimos. Dijimos en otra reunión que no tiene sentido hablar de lo ruiciano, y esta es una nueva razón para no caer en ese lugar común.

R: En la práctica, Las divisiones de la naturaleza es un encargo televisivo, uno de los primeros que Ruiz emprende en su relación con el Institut National de l'Audiovisuel (INA). En cierto modo, puede decirse que fue el INA el que permitió la existencia de este Raoul: con ellos había realizado meses antes su primer largometraje en francés (que en ese momento aún no se estrenaba), y en los siguientes cinco años Ruiz los proveería de los productos más diversos: cortos documentales, imágenes para emisiones televisivas, largos experimentales; en fin, un cuánto hay de material visual de carácter muy, pero muy abstracto. O sea, yo diría que dentro de ese marco, Las divisiones es algo casi normal: un documental de media hora para la serie de TV Un hombre, un castillo, que por entonces transmitía el canal Antenne 2. Viéndola, uno se queda con la impresión de algo moldeado al estilo BBC2 y su programación en clave histórica; de hecho, se parece bastante en tono y ambición a esos capítulos de Civilisation (1969), la serie conducida por el historiador británico Kenneth Clark. Es evidente que Ruiz había visto estos programas antes de entusiasmarse con hacer su propia versión del formato y ponerlo de cabeza.

Q: Y sí que lo pone de cabeza. En primer lugar, no hay un conductor ni un sentido único del programa, De hecho, tampoco se sabe qué es lo que vemos exactamente, es otra película que nació doble. Ruiz dice que hay una versión para el INA y otra versión para Antenne 2. Y, además, la película propone una cosa y hace otra; como suele ocurrir con su trabajo. Al principio se anuncia que el título del episodio (correspondiente a la serie Un hombre, un castillo) es “Cuatro visiones sobre el castillo de Chambord". Luego vemos aparecer en números romanos cada una de las partes: “I. Dios”, “II. Las ideas”, “III. Las cosas de este mundo”, pero se llega al final sin que el IV aparezca. Ruiz dice que filmó Chambord de acuerdo a una idea tomista, a otra romántica y a una tercera posmoderna cercana a Baudrillard (y cada una tiene sus bemoles y complicaciones); pero, en principio, no sabemos cuál sería la cuarta.

R: Tengo una idea sobre qué pasa con la cuarta; pero, antes de llegar a eso, partamos por el principio. Muy fiel a su idea del maletín de herramientas retóricas que Ruiz decía tener a mediados de los años 70, este documental se deshace rápido de la idea de seguir los pasos de Kenneth Clark para internarse en el terreno del pastiche. Esas tres secciones que van con encabezado se sirven de textos escritos en el estilo tomista, romántico y laico-histórico que se adoptó en sus respectivos siglos, todos siglos -dicho sea de paso- en los que el castillo de Chambord ha estado presente como mudo testigo, sirviendo a diversos propósitos. Y de alguna forma son esos propósitos lo que parecieran interesar más que nada al realizador. Por ejemplo, “Dios”, la primera sección, está atribuida a un teólogo llamado J. de Suárez. Lo estuve buscando y no di con él; tiene todo el aspecto de ser una figura inventada y algo borgeana, alguien a quien Ruiz puede llegar y hacer decir algo como: “Toda construcción termina en el techo. Este nos indica la finalidad de toda construcción, que es Dios. El tejado de este castillo, en cambio, es como una ciudad, con sus calles y edificios. Por lo tanto, este castillo no indica el camino del cielo, sino el de la ciudad. Si siguiéramos su enseñanza, deberíamos irnos, cosa que es contraria a todas las leyes. De esto se deduce que este castillo es erróneo”. Realmente es Suárez el que está hablando mientras vamos viendo diversos planos del castillo, ejecutados de forma muy compleja, repletos de trucos visuales prácticos, es decir, hechos con lentes, espejos y artilugios frente a la cámara. Es como si este tal Suárez fuera creando visualmente este castillo que tenemos al frente.

P: Tengo una sensación muy particular con esta película en comparación con las anteriores. Aquí no me cabe duda que Ruiz se ha convertido en un hombre muy solo, tal vez un poco desarraigado. Las complejidades que presentan sus pensadores -De Suárez en “Dios” y Fichte en “Las ideas”- también sirven para ir usando distintas máscaras. Parte presentando las imágenes del castillo como una visita guiada que se va convirtiendo a cada paso en un examen de autoconciencia. El castillo es, a la larga, la excusa para exponer esta fragilidad, la propia debilidad del hombre frente a lo material y sus intenciones de cambiar el paisaje para ser recordado, pensado, incluso amado. Esos juegos de espejos son también la forma en la que el director intenta modificar su propia realidad como autor. El río que se desvía para conseguir que el castillo se refleje en sus aguas cumple una función similar; es sólo otra versión de esos cambios de lentes y distorsiones visuales. 

R: Bueno, en cuanto a eso último, hay que reconocer que el otro autor del filme es Henri Alekan, el director de fotografía. En la entrevista que Ruiz le dio a Bonitzer, Daney y Toubiana para el número especial de Cahiers sobre su obra, en 1983, dice que Las divisiones fue el primer trabajo realmente pesado en términos de “fierros”: una película con movimientos de cámara muy complejos y muchos recursos visuales y en donde trabajó el 16mm como si fuera 35mm. Para esa tarea, Alekan era el hombre preciso: el tipo era una leyenda del cine francés de posguerra -fotografió La bella y la bestia, de Jean Cocteau, nada menos-, pero con la llegada de la Nouvelle Vague (y su fotografía realista, mucho menos elaborada que la suya) quedó muy venido a menos, al punto que cuando Ruiz lo contacta, llevaba años trabajando para producciones eurotrash: westerns italianos, filmes de Terence Young, películas con Charles Bronson. Lo interesante es que el reclutamiento de Alekan se produce en el mismo momento en que Ruiz está contactando a otra leyenda viviente de la cámara, Sacha Vierny, para trabajar en sus adaptaciones de Klossowski. Es interesante que recurra a gente como Alekan y Vierny; en parte, porque es una movida contraintuitiva, pero sobre todo porque se adapta mucho al tipo de películas que emprende, a partir de ese momento. 

Q: Creo que Ruiz se enfrenta con su angustia personal y otra que proviene de su propio objeto, al que no quiere abordar desde la platitud contemporánea y juvenil que la Nouvelle Vague instaló como estilo, cuya contracara es la televisión. ¿Qué decir sobre una masa imponente como la de Chambord? ¿Cómo decir algo que no sea una banalidad o un residuo del trabajo de los académicos? Creo que Ruiz se defiende de esos peligros, y de esa inmensidad, recurriendo a dos armas habituales en su cine. Por un lado, una comicidad seria, que incluye ese discurso disparatado del teólogo sobre el “castillo erróneo”. Es un discurso que abarca todos esos efectos especiales y que recurre a un tono cómico para enfrentarse a ese vacío imponente que incita a enmudecer. Luego, en la parte intermedia, aparece la duda, los discursos en oposición sobre la relación entre la conciencia y el mundo. Y finalmente, lo que estaba vacío al principio, se llena de gente, no sólo por la presencia de los visitantes sino que se llega a un punto donde la proliferación de discursos superpuestos hace que no se entienda nada. Al principio, no se podía decir nada de Chambord porque era un objeto no pensado, ahora no se puede decir nada porque hay demasiadas cosas dichas y Ruiz las acumula, desde la visita guiada a la interpretación económica y geopolítica, que finalmente convergen en una voz distorsionada e incomprensible. Es el modo en el que Ruiz evita la tentación de banalizar su objeto, de hacerlo didáctico. 

R: Cabe ahí la pregunta de si acaso Ruiz no está haciendo una televisión contra las ideas didácticas de Rossellini y sus docudramas para la RAI. Cuando uno ve en el penúltimo segmento, “Las cosas de este mundo”, a uno de los guardias del castillo, apoltronado en un sillón estilo Luis no sé cuánto, cómodo, como si estuviese en el living de su casa, mirando a la cámara y contándonos de qué va su trabajo y como es la rutina ahí, da la sensación de estarse riendo un poco de esas vidas de Sócrates, Pascal y Descartes que Rossellini filmaba con mucho entusiasmo, pero tremenda astringencia. El tipo dice: “Esta es la vida de un vigilante de Chambord. En la temporada de verano, abrimos a las 9.30 hasta las 12. El castillo se cierra entre las 12 y las 2. Hay multitudes cuando abrimos, en julio y agosto. Para nosotros es muy mala época. La mejor temporada para nosotros es el invierno, porque hace frío y hay pocas visitas, y nos calentamos en la chimenea”. Claramente, no se trata de un pensador, pero nadie mejor que él para explicarnos cómo es la vida de siglo XX al interior de una de estas moles de piedra. 

P: Si Ruiz está escapando de la banalización y quiere darle una justa apreciación, ¿estamos frente a una obra que intenta poner en otro plano a este material? Tal vez, la recurrencia de la imagen, ver una y otra vez lo mismo desde el mismo ángulo, termina por restarle importancia, por quitarle el peso. Ruiz aquí hace todo lo contrario, aunque puede caer en el peligro de la reproductibilidad al usar la cámara. Por otro lado, esa entrevista al guardia nos da una llamada a terreno: podemos pensar en el castillo, el significado de la presencia del hombre en él, filosofar en torno a ello, pero, al final, este es un castillo que abre de 9 a 12. 

R: Es que precisamente está jugando con eso. Con la idea de que una masa concreta como la de Chambord, imponente tanto desde la distancia como desde cerca, adquiere multitud de posibilidades en la medida que te camuflas o te escondes bajo la piel de quienes la miraron en el pasado. Y aquí es donde podemos retomar el enigma en torno a esa “cuarta mirada” a la que alude el subtítulo de la película y que no parece estar en ninguna parte. Al final de la parrafada del guardia, el hombre hace referencia a la historia chica: a la frase que el rey Francisco I supuestamente grabó en el vidrio de la ventana de su pieza (“La mujer es cambiante. Loco es quien de ella se fía”), la imagen se corta; luego vemos una ventana, ésta se cierra y en uno de los paneles se ve grabada la famosa frase. Está claro que es una reproducción (el guardia ha dicho antes que el original fue borrado por Luis XIV a instancias de una de sus amantes, Mademoiselle de la Vallière). Y es precisamente en este punto que la película colapsa sobre sí. El relato se acelera: vemos una toma en time-lapse donde el tiempo pasa veloz, corre vertiginoso, saltamos al futuro, un futuro indeterminado donde el castillo, el paisaje, la ciudad y todo, la humanidad también, se ha convertido en una ruina. Le bastan a Alekan unos cuantos trucos de cámara para hacerlo real… Esta es la cuarta mirada, innombrada e innombrable: la caída del castillo, la ruina de todas las cosas.

Q: Y ahora voy a arruinar este final a toda orquesta con una serie de recuerdos personales completamente irrelevantes, pero que no pude dejar de evocar a lo largo de la semana. Mi primera relación con Chambord viene justamente a través de Louise de Lavalliere, la renguita que cautivó al Luis XIV y de quien Dumas habla en El vizconde de Bragelonne. La segunda tiene que ver con una visita al castillo que hicimos con Flavia, en 1987. Nos pareció simplemente “another fucking castle”, como decía un amigo. Así éramos de brutos. Y, por último, en la película se habla de la famosa escalera de “double revolution” o de doble hélice -cuya idea original algunos atribuyen a Da Vinci-, e incluso se la ve en algún momento. La primera vez que la vi estaba en el Hotel Provincial de Mar del Plata, y la descubrimos con Flavia durante el festival de cine. Cuando nos dimos cuenta de que si cada uno subía por un lado distinto no nos cruzábamos, nos quedamos aterrorizados, era como que habíamos entrado en la cuarta dimensión. Siempre que vamos al festival, volvemos a sentir esa sensación de vértigo frente a la escalera mágica. Y bueno, como dice el guarda -al que desde ya declaramos nuestro ídolo-, la escalera es lo más importante de Chambord.