Cine y desempleo (adelanto)

Germán Carrasco es poeta y ensayista. Publicamos aquí un texto que aparece en su último libro: “La mantis en el metro. Apuntes sobre memoria reciente, poéticas y revuelta” (Seix Barral, 2021).

Alguna vez escuché a la salida del cine a una señora comentar: “Bueno, pero en qué trabajan los protagonistas, ¿viven del aire?”. No recuerdo qué película era, pero la pregunta me pareció un buen punto. En Sonata de Tokio (Kiyoshi Kurosawa, 2008), por ejemplo, uno ve cómo un tipo con un puesto importante en una empresa es despedido y tiene que hacer una cimarra (rata, hookie) involuntaria todos los días para fingir que va a trabajar y no perder la dignidad ante su familia. De más estaría resaltar el sesgo machista tras la mantención de la imagen de proveedor y hombre inquebrantable. Es interesante además el rechazo que le produce a ese padre la idea de que su hijo tome clases de piano, porque eso es de gente rica y no de las otras clases sociales, a las que se castra del placer y del goce. El hombre se pone el traje del alto cargo que tenía, pero sale a vagabundear y pedir comida en una cola para indigentes en Tokio, donde conoce a otro cesante en la misma situación. Y comparten trucos. A su vez, su hijo hace también la cimarra para estudiar piano con la plata de su propia colación —no come— y el otro hijo se enrola en el infernal ejército gringo sin saber inglés ni a qué guerra lo van a enviar.

Los ingleses, por su parte, a diferencia de los orientales, tratan el tema del desempleo con humor, es su estrategia para amortiguar el bajón, como en Full Monty o Riff-Raff de Ken Loach, para los más aguja, Kinky Boots. Al parecer, la constante en casi todas las películas que se hacen cargo del desempleo es el tema de género: perder la pega es poco menos que perder los testículos, se pierde la pega y el mundo gay viene a socorrer de alguna manera, como en las dos películas inglesas que mencioné. Por supuesto, esta es una mirada parcial a algunos filmes circulantes hoy en Chile. Podríamos haber empezado mencionando El ladrón de bicicletas (De Sica, 1948) y seguir ordenadamente con clásicos y cine independiente. Pero hacemos un sondeo a cierto cine circulante, y no al independiente. Está bien, hay que revisitar a los clásicos, pero también debe haber un lugar para descubrir a otros poetas. Los ciclos deben ser constantes y novedosos y tendría que estar viva o implementarse una conectividad con los organismos encargados de la extensión cultural de los países, sobre todo de Oriente. En Chile solo dan ciclos de cine que ya hemos visto mil veces. En el fondo, muchas veces ciclos de cine del Goethe y la Universidad Católica no son ciclos de cine fresco, sino de películas que la gente no alcanzó a ver durante el año. Hay varias salas cómodas, lindas, pero no tenemos curadores ni consejos que ofrezcan ciclos de cine fresco y audaz en su forma —sobre todo en su forma— y en su contenido. Por eso solo hablo del circulante.

Otro tema que se desgaja del filme de Kurosawa es la posibilidad de comenzar desde cero, si es eso posible luego de un despido a cierta edad —para el capitalismo salvaje ya se es viejo a los veinticinco años, miren los clasificados económicos de cualquier diario—, y ahí hay una alusión a la inminencia de un terremoto. Los japoneses saben que a veces hay que empezar de cero, que todo se puede caer en cualquier momento. Y están preparados. Señala el niponólogo Federico Lanzaco Salafranca que la tranquilidad del espíritu japonés reside en este abandono sumiso a la naturaleza. Un culto a la belleza cambiante del mundo, desastres incluidos, un sentimiento de caducidad e impermanencia ante toda belleza y gloria pasajera. Y eso se aprende con el silabario, desde la infancia, con un poema, el poema “Iroha” habría que señalarles a los philistines, que abundan en el mundo ejecutivo-flaite neoliberal. Yo hablaba de un bonsái en mi libro La insidia del sol sobre las cosas (1998), que un poco era la insidia de la voz baja. Esa serenidad ante el desastre que se puede apreciar en cualquier país sísmico inmediatamente luego del evento hace pensar en los bellos desastres o las bellas catástrofes de las que habla Rosamel del Valle, pero en el caso de Rosamel la serenidad es reemplazada por su fascinación y la imaginación, algo que para mí al menos no es prioridad.

En Tokyo! (2008), Michel Gondry inserta un personaje occidentalizado: una especie de Ed Wood de provincia que con su novia va a buscar pega a Tokio. Duermen en la pieza de una amiga que los termina echando a la calle, y la mujer del cineasta se convierte en una silla (algo útil), en la silla de un músico (la música, la poesía, el cine: lo inútil). Gondry está hablando de desempleo con elementos fantásticos, así como de manera realista se muestra la frialdad del mundo laboral de los inmigrantes chinos en Nueva York en Take Out (Sean Baker, Shih Ching Tsou, 2004). Gondry nos habla de una realidad muy brígida, pero de manera fantástica. A veces la ficción retrata mejor el problema que el documental. No creo que exista “demasiada ficción”, como decía el desafortunado título del Fidocs de 2010: es más, creo que escasea la ficción, y que el documental es ficción: hay un subjetivo, un montaje, un recorte y una elección de escenas y materiales, una puesta en escena. Es un cliché, pero hay que repetir mil veces que la objetividad no existe.

El eje de muchos filmes orientales es el tema laboral. Y si nuestro mundo va a mirar o ya mira hacia Oriente, supongo que debería prestar atención a sus prácticas laborales. No sé si un simpatizante del antiguo Sendero de Perú, un chico peruano universitario de clase media-alta, de esos que no saludan a la persona que le hace la comida y el aseo en la casa y que cholean a medio mundo, sería capaz de aguantar el ritmo laboral que venía adjunto con la implementación de un maoísmo en la dura. Tampoco sé si ese sistema de hormigas sea mejor o peor que la dictadura de un par de familias, como sucede en Chile y en otros países obscenamente asimétricos.

Un terremoto y un despido pueden ser sinónimos. Pero quizás también exista cierto placer inconsciente en ese vagabundear, pese —o quizás debido— a ese darwinismo de pelea de gallos, a esa ley de la selva o, al decir de Jorge Guzmán, esa ley del gallinero —el de arriba caga al de abajo— que se da a veces en ciertos entornos laborales.

Es probable que exista un deseo inconsciente de que la natura nos invada en una larga y lenta toma como la de un incendio o gente esperando locomoción en el frío en un filme de Loznitsa. Por eso no era indiferencia lo que se veía en algunos rostros luego del terremoto. Era la resaca que dejó esa lección de sabiduría. Es curioso y en extremo incorrecto políticamente afirmar esto en un país azotado por la tragedia y en donde los que sufren son los mismos de siempre, pero hay una belleza en esa renuncia. La vi en varios rostros luego del terremoto.

Hagamos el ejercicio de recordar el colegio. Hay dos sensaciones de cimarra: la primera, la liberadora y alegre, como en una escena de un libro de Germán Marín en donde el protagonista no quiere fingir más la de ganador o abogado o lo que sea y se deja ver por sus conocidos como un simple empaquetador en Gath & Chaves. El día de ese tipo de renuncias hasta el aire tiene un sabor distinto, como cuando se pone fin a un amor mezquino y autodestructivo. Pero cuando la presión de no tener trabajo es constante, la cosa cambia: esa sensación de libertad se convierte en la conciencia de una falta de ritmo, de verse en otra concepción del tiempo, en la conciencia de coexistir con cierta decadencia. Era divertido al principio, como en esa obra maestra sobre la infancia que es Melody (Hussein y Alan Parker, 1971): la cimarra de los adolescentes enamorados en el cementerio, la defensa con explosivos caseros del amor preadolescente. Eso repercutió muy fuerte en mi generación, los que hoy tenemos entre treinta y cinco y cuarenta años y que vivimos en dictadura y que grafiteábamos una flecha con espray verde. Siempre vamos a recordar que durante el gobierno de la Concertación fueron asesinados algunos militantes que ayudaron con su presión precisamente a salir de la dictadura: es el caso de Marco Ariel Antonioletti, a quien tuve la oportunidad de conocer en el Liceo Gabriela Mistral. Le escribí un poema en Clavados, cuyo título era “Hermoso como la muerte de un rottweiler”. Las largas caminatas conversadas con jumper y cárdigan, el descubrimiento sexual con cierta timidez o agarrarse a molotov limpia con la policía eran parte de una educación sentimental. La primera cimarra es como un día en Venecia con una tana culta y hermosa. Todo es descubrimiento y magia. Pero acuérdense bien: luego de algunas sesiones de cimarra, comienzas a reparar en lo residual de la ciudad, en la misoginia y el racismo brutal de los grafitis de los baños, por ejemplo. En esa ciudad estás solo y no hay dónde ir, como en El verano de Kikujiro de Kitano o esa otra obra maestra que es Nobody Knows de Hirokazu Koreeda.

En Sans Soleil (Chris Marker, 1983) se ve cómo los desempleados van a ciertos espacios gratuitos en Tokio a ver las peleas de sumo que dan en la tele. Esa sensación de una cimarra que deja de ser divertida y exploratoria aparece nítida en el cine de Laurent Cantet. No va al trabajo, toma el auto y se pone a vagar sin dirección alguna, a la manera de un sistema económico global que también carece de brújula, que es hasta rizomático, como decía la gilada esnob hace un par de décadas.

Básicamente, en el desempleo la concepción del tiempo es distinta. Es la concepción del tiempo lo que define a un perdedor. “My time is a piece of wax”, cantaba Beck en los noventa. Eso es lo que nos divide y lo que nos podría unir: la concepción del tiempo, la sincronía que intentan las religiones con diversos ritos. El tratamiento del tiempo es la prueba de fuego para el cine.

Según Chris Marker hay un tiempo africano, un tiempo japonés, un tiempo francés, etcétera. En Sans Soleil afirma que, si el problema del siglo XX fue el espacio y el territorio, el del XXI será el tiempo. El tiempo de la sonata de piano del hijo del cesante en el film de Kurosawa es el tiempo de la comprensión de sus propias debilidades y fortalezas, su escurría en cuanto a su condición de hombre en un sistema. El amor por su familia.

El tiempo de la tercera cimarra —no sé si se acuerdan— era un tiempo muerto. De eso se trata todo el asunto del desempleo, por eso el título de la película de Cantet, El empleo del tiempo. En ese filme sucede exactamente lo mismo que en el de Kurosawa: el protagonista dice que va a trabajar —miente— y quiere mantener cierto nivel de vida, pero en un momento lo cacha su propia familia. Luego, una de esas escapadas la hace con su esposa, en la nieve juegan y se aman mientras todo se desmorona. La nieve y la desolación del amor inviable, pero también el descanso en la blancura. Las escenas de una pareja en la nieve no necesitan diálogo, la metáfora es nítida. Ejemplos: Eterno resplandor de una mente inmaculada (Gondry, 2004) y El empleo del tiempo. Tengo la tentación de separar las próximas frases en verso:

                                                La nieve como un recreo de blancura.

                                                Un espacio en blanco o en negro entre escena y escena.

                                                Un descanso de la mirada.

Una ausencia, como en la bellísima toma inicial de Sans Soleil: la belleza y la felicidad que no hay cómo hacer calzar en un filme-ensayo sobre una realidad que siempre es sórdida.