Cine en cuarentena (5): Una mala película
Ahora que lo colectivo es imposible y el gran abrazo que imaginábamos está legalmente prohibido, las redes se llenan de sugerencias para el artista solitario: terminar esa gran novela, ese guión postergado y ese ambicioso proyecto de realidad virtual. Así de frágil es nuestra época. Así de perdidos estamos. Yo lo intento, pero aún no logro sentarme a escribir una nueva película. Me pregunto si podré hacerlo después, si alguien querrá producirla, si alguien querrá verla. También me pregunto si sobrevivirá el cine.
Un par de meses antes de la llegada de la epidemia, exactamente a partir del 18 de Octubre, miles de chilenos estábamos ya en una suerte de cuarentena. Desde que comenzaron las manifestaciones habíamos puesto en pausa la idea de una vida normal. Después de semanas de paralizaciones, cacerolazos y marchas multitudinarias, febrero nos encontró a algunos, los más confiados en la democracia, preparándonos para ganar el plebiscito de abril y cambiar la Constitución y a otros aún en la calle, manifestándose incansables contra el Gobierno que seguía ciego y sordo en lo suyo: peleando con violencia la guerra que se había inventado contra el pueblo.
Durante esos meses extraordinarios e intensos, el arte establecido empezó a sentirse demasiado solitario, vanidoso, anticuado y sobre todo lento, comparado con la potencia de la producción espontánea, callejera y colectiva que ocurría sin pausa y sin autor desde el presente. Parecía que el arte también iba a ser parte de los cambios que vendrían.
Entonces llegó el virus con su corona desde Europa y se empezó a expandir en los barrios altos, en las clínicas privadas, en los colegios caros, para poco a poco empezar a contaminar al resto, al pueblo que no alcanzó a mejorar en nada su situación a pesar del esfuerzo realizado en las calles y que será, sin duda, la principal víctima sanitaria y económica de la tragedia. Una película mal escrita, en la que todo lo sufrido en el primer acto parece haber sido en vano.
Ahora que lo colectivo es imposible y el gran abrazo que imaginábamos está legalmente prohibido, las redes se llenan de sugerencias para el artista solitario: terminar esa gran novela, ese guión postergado y ese ambicioso proyecto de realidad virtual. Así de frágil es nuestra época. Así de perdidos estamos. Yo lo intento, pero aún no logro sentarme a escribir una nueva película. Me pregunto si podré hacerlo después, si alguien querrá producirla, si alguien querrá verla. También me pregunto si sobrevivirá el cine, el gran abuelo moribundo del siglo veinte, conectado hace rato a un respirador.
En Diciembre, en medio de las protestas, ocurrió un incendio en una de las pocas salas de cine arte de Santiago, probablemente intencional, posiblemente causado por la policía. Quedó convertida en un salón chamuscado con el cielo abierto en lugar de pantalla. Tuve la urgencia de ir a verla. Quería constatar que el cine, ahora sí, estaba bien muerto. Y lloré por muchas cosas al mismo tiempo dentro de esa sala que ya no era una sala ni era un adentro. Pensé entonces que era un llanto lúcido y definitivo.
Pero hoy tengo que pensar otra vez. Y me permito dos visiones contradictorias. En la mañana, antes del café, se me aparece un mundo pobre, sin cines y sin abuelos, que aprendió que se puede hacer todo desde la casa, más barato, más controlable y más higiénico que antes. En la tarde, con un poco de alcohol en el cuerpo, veo un mundo convencido de que solo colaborando seremos felices y a unos ciudadanos desesperados por lo colectivo, llenando las salas de cine recuperadas, ansiosos de sentir el calor del cuerpo del vecino, tomar su mano sudorosa y compartir caramelos de menta y estornudos mientras empieza la función.