Cine en cuarentena (14): Morir un poco cada día

Hace algunas semanas la Cineteca anunciaba, como parte del proceso de repatriación desde México de todas las películas de Álvaro Covacevich, que iban a exhibir virtualmente una copia de Morir un poco, hecha en el 1966, éxito de público, destruida por la Dictadura y recién recuperada el 2005 a partir de una copia que estaba en Alemania. La función duró un solo día y tuvo una presentación del mismo director que nos iba mostrando su estudio como si fuéramos visitas ilustres, un gesto cercano en estos tiempos de distancia física y afectiva que se aprecia muchísimo. Si se piensa en términos de impacto, Morir un poco llevó muchísimo más público a las salas que las posteriores Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1968), Largo viaje (Patricio Kaulen, 1967) o Valparaíso mi amor (Aldo Francia, 1969), y a pesar de que las temáticas y las aproximaciones tienen aspectos en común y que Morir un poco estuvo en diversos festivales internacionales, Covacevich es sistemáticamente dejado de lado cuando se habla del Nuevo cine chileno.

La nostalgia del pasado inmediato parece ser una manera de sobrevivir al panorama uniforme de terror bombardeado desde las noticias. Quizás por eso fabulo constantemente con el día en que pueda volver a una sala de cine y sentir su oscuridad, olores y ruidos, cruzar comentarios con amigos o extraños y luego caminar contento después del tiempo suspendido. Extraño especialmente a la Cineteca Nacional y sus cómodas salas, que si bien huelen a azufre siempre han sido un oasis, un refugio en medio de ministerios y tiendas comerciales.

A pesar de que es imposible ir -y lo será por bastante tiempo-, los distintos especiales disponibles en su sitio hacen que sienta a la Cineteca más cerca que cualquier otro cine de Santiago, y es que obviamente la Cineteca no es solo un par de salas, es la institución que resguarda el cine, que lo busca, cuida, restaura y difunde, y hace posible que podamos ver imágenes tan diversas como lo son la Colección Pedro Aguirre Cerda, la de Yankovic-Di Lauro, la de Cristián Sánchez o el Grupo Proceso. El año pasado, por una linda casualidad pude conocer sus laboratorios, desde ese día cada vez que veo una película que fue restaurada o digitalizada por la Cineteca pienso en esa máquina gigante que va cuadro por cuadro haciendo el proceso y en todos esos rollos enlatados en estantes colmados.

Hace algunas semanas la Cineteca anunciaba, como parte del proceso de repatriación desde México de todas las películas de Álvaro Covacevich, que iban a exhibir virtualmente una copia de Morir un poco, hecha en el 1966, éxito de público, destruida por la Dictadura y recién recuperada el 2005 a partir de una copia que estaba en Alemania. La función duró un solo día y tuvo una presentación del mismo director que nos iba mostrando su estudio como si fuéramos visitas ilustres, un gesto cercano en estos tiempos de distancia física y afectiva que se aprecia muchísimo.

Nadie sabe por qué Morir un poco fue un éxito de público (casi 200 mil espectadores), si fue por mostrar la realidad de las tomas de pobladores, por el desnudo con striptease incluido, o por la maniobra empresarial de Covacevich, que compró de su bolsillo los mínimos garantizados de ventas por varias semanas en el cine Windsor. Además, no solo la película fue un éxito sino también la música, compuesta por Covacevich (según él porque no alcanzaba la plata para pagarle a otro) e interpretada por Los Larks y Nano Vicencio. Si se piensa en términos de impacto, Morir un poco llevó muchísimo más público a las salas que las posteriores Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1968), Largo viaje (Patricio Kaulen, 1967) o Valparaíso mi amor (Aldo Francia, 1969), y a pesar de que las temáticas y las aproximaciones tienen aspectos en común y que Morir un poco estuvo en diversos festivales internacionales, Covacevich es sistemáticamente dejado de lado cuando se habla del Nuevo cine chileno.

Una de las razones parece ser su falta de definición política. Sin ir más lejos, Covacevich en la presentación previa a la película dice, casi orgulloso, que siempre ha sido “apolítico”; a diferencia de Littín, Francia, Soto, Kaulen e incluso Ruiz, que siempre fueron militantes o tuvieron lazos estrechos con algún partido. Esto no quiere decir que Covacevich no tratase temas políticos en sus películas, basta consultar sus primeras cuatro para darnos cuenta que su obra está en sintonía no solo con el Nuevo cine chileno, sino también con el Nuevo cine latinoamericano. Otra razón puede deberse a que deja el cine alrededor de 1976 para dedicarse al paisajismo, la arquitectura y los negocios, incluso fue noticia hace pocos años por estar involucrado indirectamente en el bullado Caso Caval, y también por ser parte de la construcción del Centro Cultural de La Moneda, donde precisamente están las salas de la Cineteca.

Morir un poco parte con un pequeño texto: “Mientras comienzan y terminan guerras en todos los puntos de la tierra, nosotros en América tenemos otra guerra peor, eterna y silenciosa: la de nuestra indiferencia contra el hombre común. Ella ha creado una raza diferente de seres humanos, con apariencia y textura física distinta; donde no es absurdo que se cuide más a los muertos que a los vivos y donde la forma y el color, la belleza y la fealdad de se unen para que él muera un poco cada día. Todo esto se llama tiempo de paz.”

Covacevich no se equivocaba, esa guerra ha sido peor y eterna, y su resultado, esa raza de seres humanos que mueren un poco cada día, es un hecho. Todo esto se llamaba y se llama “tiempo de paz”. Paz, ese artificio que se usa para inmovilizar masas y mantener todo status quo. El diagnóstico no fue errado.

Como si fuera el perseguidor de El hombre de la multitud de Poe, Covacevich va tras el hombre común, primo hermano del Hombre sin atributos de Musil, un tipo sin nombre ni palabras que deambula por las calles de Santiago y Valparaíso buscando quién sabe qué. El hombre común camina a la deriva por Teatinos, va a una exposición, luego a una toma en un cerro, a un bar y finalmente a la playa, parece dueño y preso de su destino en igual medida.

Covacevich, influenciado claramente por el neorrealismo y por corrientes más recientes como el Cinema Novo brasileño y el Cinéma Verité, combina un registro realista con una narrativa ficcional mínima, donde no hay diálogos pero sí sonidos de ambiente rudimentarios, dándole protagonismo a una cámara que a punta del uso repetitivo del zoom intenta abarcar el amplio espectro de escenarios y clases sociales en los que se mueve el hombre común.

Por su falta de diálogo la película depende de sus momentos musicales, de la banda sonora compuesta por Covacevich, las secuencias de baile en los bares, o esa gran escena en la que niños imitan con escobas ser una banda de rock and roll, el resto del tiempo es una película casi muda que descansa en la expresión de los diversos rostros de no-actores que participaron en la película.

El comentado paso de imágenes a blanco y negro a color (la primera vez que se hizo algo así en el cine chileno), que dura unos cuatro minutos, remite a la frase que abre la película, donde el color es parte de lo que hace al hombre común morir un poco. Esto ocurre en una secuencia en la playa, donde la cámara de Covacevich se dirige casi exclusivamente al cuerpo femenino, con zoom incluido, en un punto de vista un poco lascivo que recuerda a la mirada que tiene Justiniano de las mujeres en sus películas. El hombre común, después de ver la vida -y las mujeres- en colores, no vuelve a ser el mismo.

Decía el poeta y crítico Julio Huasi: “Lo más trascendente que deja el mensaje de Covacevich, es que demuestra un camino para el cine nacional, un camino que nuestros cineastas se han negado a recorrer. La ciudad, con sus contradicciones, sus lujos y miserias, sus indudables contrastes, aparece en todas direcciones. Y después, el subdesarrollo, la miseria, la soledad, el no-amor, la esclavitud”. Hay algunas escenas que recuerdan otras películas chilenas posteriores, un tren hecho por niños nos lleva a Cien niños esperando un tren (Ignacio Agüero, 1988); las caras de pesadumbre de algunos niños a Largo viaje, estrenada meses después; los bares colmados y los tomadores solitarios a Tres tristes tigres. Si bien Morir un poco viene precedida por obras como Isla de Pascua (1965) de Yankovic-Di Lauro (luego de sus varios cortometrajes) o las películas realizadas en el Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile, su éxito tanto en taquilla como festivales, le dio otra escala al cine de ficción chileno -sobre todo a ese con tintes de realismo- que en los años posteriores tendría sus mejores películas.

Por lo tanto la repatriación de su obra es un acontecimiento importante, esperado por años y solo posible gracias a la iniciativa de la Cineteca Nacional. Ahora la Cineteca en sus laboratorios pasará las cinco películas de Covacevich por esa máquina gigante que nos permitirá en el futuro verlas en una óptima calidad, ojalá nuevamente en sus salas.

“Todos los días el hombre sale a la calle a morir un poco, en vez de salir a vivir. De la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Y una vez al año, a la playa. Todos los días, la presión de las cosas, de los objetos: vea, vea, vea; compre, compre, compre; vaya, vaya… ¡Y eso está tan lejos, cada día más lejos! Al hombre, que va muriendo un poco, solo le queda una fútil rebelión”.

Cuando leo esas palabras que dijo Covacevich en la revista Ecran, pienso “por lo menos este hombre común podía salir de su casa”. Sin embargo, nos parecemos; y es que ahora pareciese que el único margen de acción que nos queda es una fútil rebelión individual, ya sea como preámbulo a la rebelión colectiva o a una extinción definitiva. Es justo ahí, en el final, donde todos somos ese hombre común muriendo un poco, mucho o nada, según el pétalo que quede en la flor, marchita y privada de sol, que adorna como puede nuestros tristes días de encierro.

 

Título original: Morir un Poco. Dirección: Álvaro Covacevich. Guion: Álvaro Covacevich. Producción: Álvaro Covacevich. Fotografía: Óscar Gómez. Montaje: Alfredo Levinsky. Sonido: Mauricio Molina. Música: Álvaro Covacevich. País: Chile. Año: 1966. Duración: 69 min.