Editorial: Las nuevas exigencias

Mientras las salas locales empiezan lentamente a retomar actividades (condicionadas por las “fases” dinámicas y graduales de apertura), lo que le hace frente hoy es un problema más complejo: la de una experiencia por parte del consumidor que se ofrece diversa, rápida e ilimitada desde las plataformas de streaming.

La exhibición en salas está en crisis, que duda cabe. En Chile, por un lado, esta ya había tenido su episodio más dramático post- estallido con el lamentable -y aún no esclarecido- incendio del cine Alameda. Luego, la suspensión de las funciones presenciales fruto del Coronavirus, lo que se extendió a festivales de cine y eventos presenciales de toda índole (esto ya a escala global).  

Mientras las salas locales empiezan lentamente a retomar actividades (condicionadas por las “fases” dinámicas y graduales de apertura), lo que le hace frente hoy es un problema más complejo: la de una experiencia por parte del consumidor que se ofrece diversa, rápida e ilimitada desde las plataformas de streaming. En el intertanto, Warner anunciaba la eliminación de la distancia entre el estreno de sala y el virtual acabando con la exclusividad. Se trataba de un golpe a la cátedra donde los festivales parecen el espacio de suspensión de una guerra cultural que hoy por hoy concentra su ejemplo en una plataforma “modélica” como Netflix.  En todo ese tramo, nuestra experiencia como espectadores se encuentra mutando, y hoy, frente a una diversificación de oferta y plataformas, cabe pensar qué es lo que hizo de nosotros la experiencia presencial y que posibilidades promete la nueva situación.

Es curioso que en medio de esta crisis o mutación, se publique un libro vinculado a la condición del espectador cinematográfico. Me refiero a El hombre ordinario del cine de Jean-Louis Schéfer, recientemente traducido por la editorial local Catálogo libros. Se trata de una vieja deuda para un libro considerado un “clásico” dentro de la literatura sobre cine que por fin ve la luz en habla hispana. El libro de Schéfer, es una oda a la sala obscura y al juego de luces y sombras que proyectan los cuerpos del cine. Una selección de fragmentos y especulaciones cuyo fondo pareciera ser la confesión de un espectador oculto en la multitud. Algo así como el monólogo mental que proponía Roland Barthes al efecto de “salir” de una sala de cine. Un ejercicio tan radicalmente individual como condicionado por esa co-presencia con lo colectivo, la piel y la otredad.

En una larga historia que la literatura teórica francesa no se ha cansado de insistir -hablo no sólo de Schéfer, si no también de Pascal Bonitzer, Serge Daney, Jean-Louis Comolli o Raymond Bellour- todo un conocimiento sobre el cine se ha anclado en la lógica de la pantalla proyectada, comprendida esta como situación excepcional del espectador desde las cuales nociones como “encuadre”, “fuera de campo”, “auricularización” o “puesta en escena” adquieren un lugar preponderante. De ese “dispositivo” emanó una lógica de lo minucioso y lo compositivo cuyo sustrato dio lugar a sus propias exploraciones. El modernismo de los Straub-Huillet, el minimalismo de Bresson o el barroqusimo de Rivette, pertenecen a esa época analógica donde el dispositivo de proyección establecía una distancia crítica de la recepción. Los cineastas pensaban y disponían la confianza en ese espacio “suspendido” que era la sala de cine, así como los espectadores construían una cultura en torno a ella. El libro de Schéfer pertenece a ese mundo.

 Mientras llevamos décadas matando al cine, nadie puede negar que lo que hoy entendemos -o lo que las plataformas quieren que entendamos por “cine”- toma mucha distancia de aquella lógica minuciosa de la creación y la recepción. Y no me refiero solo a la “dictadura” del argumento dramático, si no a lo que incluso hace esta nueva recepción a lo que debiese entenderse como “transgresión” cinematográfica o inventiva. Una película interesante como Sound of metal (2019), estrenada en Prime Video, busca el gesto del cine, al vincular un accidente auditivo del protagonista a la ecualización sonora, una especie de traducción cinematográfica bajo una “auricularización subjetiva”. La apuesta de Netflix por Mank (2020), de David Fincher, me produjo un efecto similar, la recreación de la época dorada del cine, en una versión blanco y negro, en medio de un homenaje velado a Citizen Kane, a ratos parece la replica melancólica y desajustada del cine de la época de oro. Podría agregar las recientes The assistant (2019, Prime) o Noticias del viejo mundo (2021, Netflix): el regusto de una operación -el fuera de campo, las grandes horizontales del western- pero en una versión deslavada, algo simplista, donde no hay lugar para el detalle, ni para operaciones complejas en el plano del dispositivo. Una suerte de stock permanente de recursos que vuelven bajo formas ya manidas y visitadas, donde se pierde una lógica específica del encuadre, de las relaciones entre sonido e imagen y de las ambivalencias de la representación. Una suerte de “aflojamiento” de las relaciones internas de la puesta en escena, fruto quizás no sólo de las operaciones directas y formales si no también de lo que las plataformas permiten como recepción.

Décadas atrás era Serge Daney quien buscaba comprender el efecto vampírico de “ver cine” en “televisión”, entre dos lenguajes que pujaban y competían. Fue Wim Wenders, por otro lado, quien observó una suerte de finitud o muerte del cine en tensión con el lenguaje televisivo. A su vez, Raúl Ruiz vió una oportunidad de "contrabando" en determinadas programaciones culturales de la televisión. Pero es probable que la mediación con la pantalla y los nuevos hábitos del espectador contemporáneo, de piso con los Google-ads y el algoritmo, estén transformando y produciendo transformaciones en la estructura profunda del cine, promoviendo un nuevo lugar donde desgaste e innovación se conjuguen.

En la creciente netflixización del cine, falta el cine y la crítica que pueda comprender esta operación de desgaste y necesidad de reinvención. Así también, son las propias plataformas las que permiten imaginar otras salidas. Mientras Mubi abre el espacio necesario para una curatoría seleccionada que homenajea y replica lo más relevante de festivales y revisiones de la historia del cine, experiencias, como la de HBO, llevan la vanguardia en un lenguaje nuevo para las series -revísese la revisión coming-of age de Euphoria o del drama psicológico de I know this much is true-. Todo esto nos da pistas para una necesaria pregunta que aparece con insistencia ¿cuáles son nuestras nuevas exigencias como espectadores contemporáneos? ¿Cuáles nuestras bases mínimas para pensar el futuro de lo que llamamos “cine”?