Cine Club (2): Notas sobre el cine de los 68

Una reflexión tardía, más bien un recuento de lo que sucedió en los meses de abril y mayo en el marco del ciclo de cine El cine de los 68, que buscaba celebrar y discutir el cine producido en torno a los sucesos políticos y transformaciones culturales en 1968, esto tomado como una fecha de eventos -también como “significante”- que permite explorar en su densidad variables y modulaciones de un cine y muchos cines producidos en torno a esta “sigla” o “cifra”. Nuestras hipótesis de trabajo fueron al menos dos con claridad

 

-               El 68 no fue un evento “parisino” solamente, sino un suceso que surgió a la luz de diversas coyunturas nacionales y políticas, un reloj que sincronizó luchas muy diferentes entre sí, pero que tuvo el rasgo común de la politización, o un tipo particular de politización. No hablamos solo de nuevos agentes o actores sociales sino también de las formas políticas que se crearon.

-               Los cines del 68 se movieron entre el registro y la producción. Esto quiere decir que las formas cinematográficas surgidas al interior de estas coyunturas abrieron una pregunta por una militancia cinematográfica que quizo ir más allá del cine, para un tipo de imágenes que buscaron no solo documentar sino también intervenir. Intervenir en los sucesos, pero también intervenir al propio cine.

 

Siendo este el propósito, era coherente comenzar el ciclo con El fondo del aire es rojo (1977),  la crónica de largo aliento de Chris Marker sobre la década del sesenta que comienza con la revolución cubana y termina con el golpe militar al gobierno allendista. Se ha dicho muchísimo de esta obra, paso a anotar solo un par de ideas. La primera es la vocación coral que busca establecer Marker desde un punto de vista que al mismo tiempo es personal. No se trata de una crónica histórica en “grado cero”, sino, precisamente, de una mirada situada que por vía del montaje establece una reflexión sobre los sucesos históricos acaecidos durante la década, teniendo como punto neurálgico precisamente el 68. Esta dimensión coral está puesta, de partida, en el increíble archivo que se hace presente en el filme, casi todo perteneciente a filmes militantes del período, provenientes de Argentina, Brasil, Chile, Francia, Viet Nam, Cuba, Japón, Praga, etc. El ojo de Marker está puesto, a su vez, en las transformaciones de la política, en términos de un rechazo a las visiones más doctrinarias del comunismo, sin que, precisamente, el aire haya dejado de estar “rojo”: el giro maoísta y guevarista, acompaña una transformación en las estrategias “guerrilla” y “barricada” que es del todo una novedad en la forma que acaece en el 68, y es esa forma -pública y coral- la que precisamente es registrada por cientos de imágenes-guerrilla en todas partes de globo. Por último, esta “coralidad” que se busca en el relato, también encuadra la coreografía de los cuerpos, en un montaje rítmico que tiene a lo largo de todo el filme el cine Eisenstein como fuente retórica. Es así como al inicio, las imágenes de El acorazado Potemkin se montan en paralelo a secuencias de imágenes de marchas y acontecimientos políticos del sesenta. Con esa referencia, la cita histórica entre 1917 y 1968 quedaba establecida y reescrita por vía del monaje.

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Abordando abiertamente el capítulo parisino, quisimos centrarnos en materiales quizás menos conocidos. Partimos la sesión del 23 de abril con un fragmento de los Cine-trácts, películas breves y anónimas donde participaron -entre otros- Jean-Luc Godard, Chris Marker, Jean-Denis Bonan, Gérard Fromanger, Philippe Garrel, Jean-Pierre Gorin, Jacques Loiseleux, Jackie Raynal, Alain Resnais, y que tenían por objetivo la agitación política. Se trata de pequeños collage de imagen/texto sin sonido que circulaban como un noticiario “interno” de la revuelta, registrando pero a su vez promoviendo la revuelta, por vía de lo que podríamos llamar era un agit-prop “en movimiento”. Pongo las comillas porque, aunque las imágenes “se mueven” a 24 cuadros por segundo, se trata por lo general de collages a partir de fotos fijas, reencuadradas, y textos sobre estas imágenes. Lejos de ser un material efímero y de una retórica utilitarista, estos materiales dejan testimonios de los “límites” del cine cuando debe pasar a la acción, un tipo de imagen, precisamente, performativa. Desde otro ángulo los cortometrajes Actua 1 (1968), de Phillipe Garrel, y  La révolution n'est qu'un début. Continuons le combat  (1968), de Pierre Clementi, dejan testimonio de un cine, acaso, más experimental, pero cuyas búsquedas están insertas desde dentro del espíritu de la revuelta. El primero, recientemente redescubierto dentro de la obra del conocido director francés, se trata de un ejercicio brechtiano, radicalmente autonomista, donde las voces de un hombre y una mujer declaman un texto contra la fuerza policial y los eventos acaecidos durante el 68. El segundo, se vira hacia la psicodelia en un montaje “sensorial” que tanto puede recordar a Brakhage como a Santana, mientras superposiciones, texturas y sobreimpresiones acompañan textos de agitación. Por último, más vinculado a trabajos “de base” y, quizás, con un perfil menos estudiantil y más obrero-sindical, estàn los trabajos del grupo Mevedkine, el que podría entenderse como un colectivo que buscaba la transferencia del cine hacia otros grupos sociales y su vinculación a asociaciones de obreros. Proyectamos de ellos el cortometraje Rhodia 4x8 (1969) y el medio Classe de lutte (1969). El primero es una especie de “clip” protesta que registra la vida cotidiana de una fábrica de Rhodiaceta, y el segundo es el retrato de una militante obrera que relata sus dificultades y presiones diversas por ser una líder sindical.

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Abriéndonos hacia Latinoamérica, y abriendo el 68 hacia la pregunta por las rupturas políticas, pero también cinematográficas, de la epoca (tal como quedó registrado en el libro editado por Mariano Mestman), hicimos un recorrido por algunos cortometrajes en torno al período marcados por coyunturas diversas, diría casi opuestas. Es, por ejemplo, los casos de Brasil y Cuba. En el caso de Brasil, ocurría la dictadura que entre el 68 y 69 recrudecía su actuar: el cortometraje Bla bla Bla (1968), de Andrea Tonacci, y los registros documentales de Glauber Rocha. El primero, enmarcado en el Cinema Marginal, movimiento paralelo al Cinema Novo, se trataba de un montaje experimental donde un presidente dicta un discurso lleno de proclamas en que los límites entre dictadura y democracia tienden a borrarse; mientras que, en las imágenes, registros documentales -la historia de una pareja que parece estar en una guerrilla- contrastan las condiciones críticas del tren de la Historia. Por otro lado, los fragmentos de Rocha se trataban de materiales sin editar y mudos de lo que se presume fue la “marcha de los cien mil”, la protesta contra la dictadura a partir del asesintado de Edson Luis Soto. En estos dos fragmentos se vuelve a esa oposición entre producción y registro; siendo el primer cortometraje una clara alegoría de época, y el segundo un registro sin discurso más que el acontecimiento político de una marcha, que resguarda en sus silencios y marcas de precariedad el pulso del momento.

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En el caso de Cuba, estamos en otra situación paradójica. El 68 cubano dista del 68 mundial, ya que se trata de la coyuntura nacional. Por un lado, la celebración de los 100 años de independencia cubana, por otro, el lugar que tiene el cine realizado por ICAIC y un llamado a la solidaridad por diversas luchas que estaban ocurriendo en esos mismos años. Santiago Álvarez llega a hacer así 79 primaveras (1969), el que, quizás, es uno de los filmes más radicales realizados en el período: un homenaje a Ho-Chi Minh que prescinde de todo texto explicativo y utiliza un montaje plástico-alegórico para homenajear los principales hitos de la vida del líder revolucionario, que cruza citas de sus textos con los de José Martí. El ritmo del montaje en el habitual collage de Álvarez se acelera al cierre para llegar a la coyuntura del 68, la guerra de Viet Nam y la protesta, mientras la cinta fílmica se quema, recordando tanto a Persona de Ingmar Bergman como a el cine experimental de Stan Brakhage. Por su parte, Coffea Arabiga (1968), de Nicolás Guillén Landrián, deja registro de la ironía por vía de un encargo institucional sobre la plantación del café. Guillén Landrián se da espacio para burlarse de la burocracia y citar a The Beatles, en una película radicalmente experimental. El ejemplo de Landrián también “tensiona” lo institucional, ya que un par de años después será acusado de desviación ideológica y enviado a trabajar a una granja avícola.

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Cierro este informe/crónica con la que, quizás, fue una sorpresa para todos los asistentes. Me refiero a la mexicana  El grito de Leobardo López Arretche (1968), que puede entenderse como una crónica cercana a todos los eventos que llevaron a la matanza de Tlatelolco, realizado con un impulso de urgencia y testimonio. Filmado en formatos pequeños y procedente de las cámaras de la escuela de cine de la UNAM, El grito es la traducción mexicana del “directo” militante, llevando en un collage de voces un registro único y fundamental.