Twin Peaks (2): Perdidos en la noche

960Cuando se prepara una liturgia, de esas con hostias, rezos y crucifijos, los creyentes se entregan a la certeza de estar en presencia de un milagro y un rito espiritual. Sin duda, una experiencia que tiene que ver más con las tripas y la fe que con la sensatez y la razón. Pero para alguien que no es parte de ese culto -como quien escribe- estar obligado a ser espectador o, si el infortunio es muy grande, actor de reparto en la escena, puede provocar un rechazo de índole estomacal o una curiosidad tan infantil como sociológica. Algo similar es lo que ocurre al enfrentarse con Twin Peaks y el resto de la obra de su creador, ese artista de pelo bribón llamado David Lynch, para cuyo caso quien escribe sí es un miembro de su congregación.

En mayo, la edición 2017 del Festival de Cannes, la peregrinación de glamour y talento que se estaciona en la rivera francesa y que busca mantenerse como una declaración de principios de lo que es el cine de vanguardia, le extendió su alfombra roja en el Gran Teatro Lumière a los dos primeros capítulos de la tercera temporada de esta serie que comenzó en 1990.

Con un Lynch visiblemente emocionado bajo los focos de los que tanto rehúye y rodeado por el reparto que lo acompañó en esta aventura 25 años después del supuesto final de la ficción, volvieron a la pantalla el carismático agente especial del FBI Dale Cooper (Kyle MacLachlan) y la fallecida menos muerta de la TV, Laura Palmer (Sheryl Lee).

Las alabanzas y ovaciones de La Croisette no se hicieron esperar, convirtiendo la mística pueblerina y de café recién servido de la serie televisiva en un evento de alta cultura y sofisticación, alejado de su fiel público con vocación de culto que poco estaba interesado en si el director de Cannes, Thierry Frémaux, movió cielo, mar y tierra para llevar al director de 71 años al festival a modo de compensación tardía e innecesaria por los abucheos que recibió en el mismo lugar en 1992 por Twin Peaks: Fire Walk With Me.

Pero es sólo una vez que se han terminado los 18 capítulos que componen la tercera temporada que uno puede estar seguro -tan seguro como lo puede estar alguien después de haber estado expuesto a la mente de Lynch, que es semejante a ser arrojado al epicentro del Mäelstrom de Edgar Allan Poe- de que hemos vivido una experiencia tan irrepetible como inexplicable desde la lógica y muchas veces críptica hasta el paroxismo.

Y no hay necesidad de mentir. Quien se jacte con orgullo de haber entendido cada una de las pistas que fue dejando el cineasta de Eraserhead (1977) a lo largo de las casi 20 horas que duró la temporada muy probablemente no diga la verdad. Es más, probablemente no haya entendido nada. Y tampoco era necesario. ¿Acaso lo era en El año pasado en el Marienbad (1961) de Resnais o en The Big Sleep (1946) de Hawks?tpd

Twin Peaks: El regreso es una obra sui generis y subversiva en su formato y al mismo tiempo del todo coherente con el resto del trabajo de su autor: siempre interesado en invitarnos a pasear por lo que el mismo director llama “estar perdido en la oscuridad y confusión”, despojándonos de lo preconcebido, alejándonos de la comodidad y desafiando la racionalidad para que podamos seguir sus pasos en un mundo onírico y surrealista al que resultaría imposible acceder por otro medio que no sea el de lo perceptible a través de las sensaciones que dejan sus ambientes ominosos, en los que, como describe Chris Rodley en el libro Lynch por Lynch, “transforma lo doméstico en desconocido, generando una falta de familiaridad en lo evidentemente familiar”.

Justamente son esas obsesiones las que profundizó en el final de la tercera temporada de la serie. A diferencia de los capítulos emitidos en los 90, cuando la cadena Showtime actuó como cortapisa y aterrizó gran parte del guión original, en esta pasada el director tuvo carta blanca para crear imágenes, planos, secuencias y montajes que se escapan de lo que la TV (la buena TV) venía mostrando, haciendo volar por los aires todas las expectativas y ampliando lo que la pequeña pantalla es capaz de entregar y lo que la paciencia del espectador soportar.

Escenas silentes que se alargan por lo que parece una eternidad como la del trío de Gordon Cole (Lynch), Albert Rosenfield (Miguel Ferrer) y Tamy Preseton (Chrysta Bell) en la que acompañan a Diane (Laura Dern) a fumar un cigarro; o la de Cooper en su versión Dougie Jones tomando un café al ritmo de “Take Five” de Brubeck; o todo lo sucedido en el octavo capítulo, ese en blanco y negro con los leñadores, BOB, el gigante y la niña durmiente, son rastros de su imaginación y minuciosa dirección, en la que cada detalle cuenta no sólo para la historia, que no siempre tiene todo el sentido que quisiéramos, sino que se convierten en el lenguaje con el que el cineasta busca raspar el subconsciente del espectador y despertar en él una emoción tan primitiva e intuitiva como imborrable y estremecedora.

Y eso, sólo hablando de los momentos en los que la prosa de Lynch se subraya y remarca para ser tan evidente como la de Kubrick en Eyes Wide Shut (1999) o Bergman en Gritos y susurros (1972). El problema, a diferencia de los otros dos gigantes del cine mencionados, es que a veces pareciera que el cineasta de Blue Velvet (1986) se encierra en su propia dimensión o se moviera en una frecuencia diferente de la nuestra, a la que solo podemos sintonizar por momentos. Dicho de otro modo, es como si Lynch se estuviera alejando cada vez más del mundo material y de una narrativa sólida para jugar con formas y abstracciones más allá de lo tangible.

Lo lamentable es que entre tanta imaginación deslumbrante y a ratos cegadora, se nos pasan pequeños diamantes: las actuaciones de Kyle MacLahlan como el Cooper malo y sus ojos negros carentes de vida y alma; la de Naomi Watts como Janey-E, llena de vida y empatía por todos; el dúo que forman el entrañable Gordon Cole y el cínico Albert Rosenfield; o la elegante despedida de la Señora del Leño (Catherine E. Coulson), por nombrar algunos.

Sin embargo, esta tercera temporada, y quizás la última debido a los paupérrimos resultados de audiencia, carece de lo que hizo de la primera parte un éxito. Ahora, el encantador y familiar ambiente pueblerino desagarrado por sus inquietantes residentes pasó a un segundo plano en desmedro del neón de los casinos, las moles de cemento de 40 pisos, los suburbios y las carreteras interminables en medio del desierto. Pero también abandonó la continuidad necesaria entre escena y escena, y la solidez argumental en la que sostener los excesos, para ahora construir un relato basado en elipsis que hicieron aún más complicado poder seguir las tramas de los secundarios y, ya que estamos, también la de los protagonistas.

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Pero son exactamente esas carencias las que hacen que regresar a Twin Peaks se sienta como la primera vez que entramos a ese pueblo escuchando la música de Angelo Badalamenti: desconcertados y desorientados por una historia que parte con vigorosidad narrativa y que se va borroneando hasta que ya no estamos seguros hacia dónde se dirige o si se dirige a alguna parte. Cuando creíamos que nos ofrecería la posibilidad de volver a pasar horas comiendo tartas y tomando café con Cooper y compañía, Lynch da un golpe a la mesa diciendo “no”, que esta es su historia, no la que nosotros queramos que sea, ratificando su calidad de autor inquieto y profundamente personal, como ya había hecho en 1999, dos años después de Carretera perdida y dos antes de Mullholand Drive, cuando pasmó a todos con Una historia sencilla, la más tradicional de sus películas y por eso mismo el más extravagante de sus trabajos, en los que lo inimaginable e imposible es regla.

Más allá de los exquisitos planos, un diseño de sonido demoledor (del que se encargó el propio Lynch) o esos personajes tan llenos de luz como capaces de la peor de las oscuridades, el corazón palpitante de Twin Peaks: El Regreso está en otra parte. No reside en la lucha interna entre el bien y el mal representada en el devenir de la trágica Laura y ahora en la dualidad de Cooper. Menos aún en que un Lynch en estado puro es como un caballo desbocado que pisotea tanto estructuras televisivas como los restos del sueño americano en ese desolado EE.UU. que le gusta retratar.

La trascendencia de este universo lynchiano no sólo reside en su capacidad para desorientarnos y hacernos ver con ojos nuevos lo que por cotidiano consideramos normal y natural, como en un espejo deforme y distorsionado, sino principalmente en haber creado un mundo peligrosamente parecido al nuestro, en el que los sueños y pesadillas colisionan con la realidad, y en el que su emotividad estética se transmite de forma instintiva y desgarradora. Como el grito de Laura Palmer en la última noche de Twin Peaks.

Nota comentarista: 7/10

Título original: Twin Peaks: The Return. Año: 2017. País: Estados Unidos. Temporada 3 (18 episodios). [Versión completa: 3 temporadas, 1990-91 - 2017. Episodios: 47]. Canal: Showtime. Creadores: David Lynch, Mark Frost.